A pesar de todo o, precisamente, por ello, sigo creyendo y amando a esta Iglesia a la que hoy, desde distintos frentes, se intenta mostrar como delictiva y pecadora.
Es evidente que quien ha cometido un delito tiene que responder ante un juez y reparar (¡ojalá pudiera repararse siempre!) el mal hecho. Pero, aclarado esto, déjenme decir algo más,… algo que explique por qué creo en Jesús y por qué quiero permanecer en su Iglesia.
Siempre me ha llamado la atención que, cuando Jesús llama a los primeros discípulos, la Palabra (Mc. 1,16-20) nos diga que “dejándolo todo, le siguieron”. Al final de la aventura (Mc. 14, 50), el texto resulta extrañamente dramático: “Y, abandonándole, todos huyeron”.
Me he preguntado muchas veces ¿por qué Jesús, a la luz de la Pascua, volvió a elegir a los mismos hombres que le abandonaron?, ¿por qué coloca el futuro de la Iglesia en manos de gente tan frágil?, ¿por qué? Quizá porque la fidelidad más grande no es la del hombre sino la de Dios; quizá porque la Iglesia es, debe ser ante todo, un anuncio testimonial del perdón; quizá porque solo podemos anunciar el amor y el perdón que, de hecho, hemos experimentado.
Creo en Jesús y lo amo intensamente, precisamente por esto: porque Él me ama hasta dar la vida por mí, tal como soy, con esta carga humana de contradicciones y de sueños imposibles. Y amo apasionadamente a la Iglesia, santa y pecadora, que a lo largo de la historia y de mi vida personal me ha enseñado a descubrir los linderos del Amor Mayor y a conocer de cerca la condición humana, con su grandeza y su miseria, hambrienta siempre de justicia y de compasión.
A pesar de que los tiempos son difíciles no tengo miedo, solo dolor… Hemos pasado en la historia (en la Iglesia y en la sociedad civil) momentos terribles que han dejado al descubierto el poder del mal y la fuerza de nuestra codicia. Lo cierto es que, cuando pase esta tempestad, seguiremos cuestionados y necesariamente urgidos por la santidad a la que el Resucitado nos llama. Es decir, seguiremos donde siempre hemos estado: en medio de esta batalla campal entre el bien y el mal.
A la luz de esta experiencia tan dramática, algo más he aprendido: hay un tiempo para hablar, un tiempo para callar y un tiempo para mendigar… Quizá este sea el tiempo de extender la mano humildemente y de experimentar que el Señor nos sigue llamando por el mismo nombre y con el mismo amor.
Toca volver al fondo del Pozo de Sicar, allí donde la esperanza sostiene la tierra y el agua, allí donde Él habita.
Por eso, no me averguenzo de ser sacerdote. Solo me averguenzo de no ser mejor.