Somos lo que recordamos. Si al hombre le privaran de memoria, perdería su humanidad”, exclama Steiner. La carencia de memoria no es exclusiva de la senectud: jóvenes y ancianos hay, que apenas tienen memoria de sí mismos y, menos aún, de la historia de la que provienen, del pasado de su familia, de su ciudad, de su país. Este es un mal endémico en el Ecuador, una gran desgracia, otra que atribuir a nuestra educación… ¿Acudimos a bibliotecas, a museos?, ¿conocemos y apreciamos los monumentos de nuestro pasado? ¿Qué decir de los estudios de historia desde nuestra infancia hasta hoy? Historia y lengua, dos ámbitos en los cuales se cultiva y asume la identidad, son desdeñadas y olvidadas; pero sin ellas, no somos.
“Nos implantan las identidades en el vacío de lo que somos”, viene como leyenda al pie de una viñeta de El Roto; en ella, un hombre sentado recibe el implante de su identidad, de su personalidad y su ser propio a través de cables universales enchufados en su cerebro; estos surgen de un artefacto anodino clavado en la pared, aparato que puede ser cualquiera, de cualquier forma, con tal de que nos confiera la identidad indescifrable, recóndita, hermética. La viñeta es una burla ácida sobre el ‘vacío de lo que somos’.
Identidad ha sido y es entre nosotros, término tan traído y llevado como lo era ‘la buena de Maritornes’, la ramera a la que don Quijote creyó doncella, en la venta que imaginó castillo. De tanto repetirla, nadie sabe qué es, cómo se define ni para qué sirve, a no ser, claro, que identidad sea sentirnos distintos –siempre superiores a los otros-; vestido, carro, casa y crucero anual a la moda, y nuestra identidad será la panacea contra todos los males. Aunque la identidad no se adquiera, ni se implante e instaure, ni se enchufe de un artefacto a otro artefacto. Es –y que se me perdone la tautología- eso íntimo que constituye el ser que somos, que fundamenta el ser que deseamos ser, desde dentro, desde antes, desde siempre, una con la historia y con la lengua; pero no solo con nuestra historia individual, instantánea y limitada, sino con la que sostiene el mundo en que nacimos, hecha de sufrimiento y encono, de recuerdos, de memoria; que permanece gracias a lo vivido y sufrido por nuestros antepasados, y nos dota de criterio, de concordia y unidad con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Unidad que es, a la vez, compromiso con esa misma historia, con su construcción… Dada nuestra ignorancia de la historia de todos y, a menudo, también, de la propia –que alguna hemos de tener- a lo mejor haya que implantar la identidad desde lejos, desde un aparato conectado a la vida, que nos dé la existencia y el sabor de los que carecemos.
Vaya este comentario a esta y a todas las viñetas de El Roto, oscuras y lúcidas, atrevidas y dotadas de una convicción inigualable sobre el ser humano actual, sus pequeñeces y su provisionalidad; su ridícula fanfarronería. Si el ‘personaje’ por él representado carece de rostro, puede ser cualquiera de nosotros, ciego, sordo, mudo, universal; tristemente ‘igual’ en medio del formidable ruido en que vivimos.
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