El mundo, en buena medida, está hecho de comedias y antifaces, de arlequines y simuladores. Está hecho de la constante farsa que enmascara la verdad. En esa “cultura” prosperan la doblez y la deslealtad que aseguran el éxito, el dinero y la fama. Los recursos de esta interminable comedia humana son la mentira, el cinismo rampante, la sinvergüencería y el cálculo. Casi todos los episodios de semejante teatro concluyen con la estrepitosa carcajada del vivo.
Comediantes y arlequines han cuidado siempre el detalle aquel de guardar las apariencias, maquillar las intenciones, dorar la píldora y meter gato por liebre. Con semejante estrategia, muchos han llegado a la cumbre, dejando en el camino a los tipos de buena fe, a los simplones, a los ignorantes de los trucos de estos novísimos crupieres, que saben de los secretos de jugar a la ruleta, de las habilidades de caminar gozando de “buena fama” y de prestigio equívoco. Serán los sobrevivientes en la derrota de la moral, los adelantados en un mundo que viene con sus perversiones y sus negaciones. Serán, quizá, “los hombres del futuro”.
Lo trágico es que la comedia va suplantando a la realidad y se extiende como inundación que nos ahoga. El escenario son los pasillos de todos los palacetes, los despachos de los vivos y los rincones donde se cuecen los destinos de los países y de la gente. Los comportamientos propios la comedia -que nació como excrecencia de la política- han migrado y han contaminado a una sociedad inerme, sin referentes, ansiosa de dinero, envenenada por el “éxito”, desvelada por la suprema aspiración a llenar las faltriqueras sin los rigores que exige la ética, sin los trabajos y los desvelos que son patrimonio de la gente honrada.
El mundo es, ahora, más que nunca, una comedia donde triunfa el equilibrista más hábil, el cabildero más ducho.
El ritmo que acompasa a toda la farsa no logra, sin embargo, sofocar los ecos lejanos de ese tango formidable que se llama “Cambalache”, aunque semejante detalle ya no importa porque nadie sabe que ese tango se cantó y se bailó con la conciencia clara de que la sociedad aún no estaba del todo perdida, que había aún resquicios de rubor y una leve huella de valores.
Viene triunfando la comedia, por eso el discurso dominante está marcado por la retórica y la charlatanería, y por aquello de que “en tierra de reyes, el tuerto es el rey”, por la técnica de la mentira y por el gesto ampuloso; por la explotación de la noción de pueblo, por el recurso recurrente de la soberanía y de la justicia.
¿Se podrá clausurar la comedia e inaugurar el tiempo de la sensatez, la honradez y la austeridad? ¿Estaremos a las puertas de otra época? ¿Será posible plantearnos, de verdad, vidas privadas y públicas distintas?