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Cuando los vehículos oficiales desalojaron el lugar, se produjo un silencio inquietante. El estruendo de la balacera cesó unos segundos en el momento en que el cabo de policía Froilán Jiménez caía abatido al otro lado de la avenida Mariana de Jesús. Una cámara de televisión grabó lo ocurrido en vivo y en directo. Casi de inmediato, la cámara hizo un acercamiento hasta el lugar en que yacía el hombre. El estertor final de su cuerpo fue recogido en esa imagen siniestra que parecía sacada de una película de guerra.
Froilán Jiménez, miembro del Grupo de Intervención y Rescate de la Policía Nacional, GIR, falleció de contado por el impacto de una misteriosa, certera y anónima bala. Fue una de las cinco víctimas mortales que dejó el nebuloso episodio del 30 de septiembre de 2010.
Cuatro años más tarde, no existen resultados concretos sobre las investigaciones de las muertes de las cinco personas. Los criminales que cargan sobre sus espaldas con aquellas muertes están libres, quizá disfrutando de sus familias o de los placeres que ofrece la vida en libertad. A lo mejor se los puede encontrar en las calles, caminando, trabajando, o, tal vez, alguno de ellos estará abatido por el remordimiento y se habrá recluido de forma voluntaria para purgar su culpa. En todo caso, lo que sí existe alrededor de este episodio son dudas e incertidumbres, un velo denso y turbio que impide encontrar respuestas, culpas y culpables. También hay festejos, por supuesto, pues siempre hay alguien que se empeña en ganar cuando todos han perdido.
La muerte de un ser humano no es causa de festejos, ni aun en el caso de un enemigo. La muerte debe ser fuente de dolor, de recogimiento, de indignación, de solidaridad con la familia y sus allegados, de reflexión profunda, de enmienda, y, de ser el caso, de investigación, juzgamiento y sanción para los responsables.
La grandeza de las personas no se mide por el número de sus victorias, sino por su actitud ante las derrotas. Los triunfos que se proclaman sobre las tumbas de los caídos no son triunfos, son revanchas, y las revanchas siempre dejan heridas abiertas.
Uno de los bellos poemas que escribió Jorge Luis Borges es precisamente el que se titula “Remordimientos por cualquier muerte”, que, en un fragmento, dice: “Libre de la memoria y de la esperanza, ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte. / Como el Dios de los místicos de quien deben negarse todos los predicados, el muerto ubicuamente ajeno no es sino la perdición y ausencia del mundo. / Todo se lo robamos, no le dejamos ni un color ni una sílaba: Aquí está el patio que ya no comparten sus ojos, allí la acera donde acechó sus esperanzas. / Nos hemos repartido como ladrones, el caudal de las noches y de los días”.