No solo se trató de una perversidad política para atraer al segmento de los jóvenes, el más numeroso y atractivo, hablando en términos electorales. El desprecio a los viejos -a nombre de un supuesto ímpetu revolucionario- en la década correísta tiene también otras explicaciones que giran alrededor del autoritarismo populista basado en una figura ubicua que usaba alternativamente el papel de hijo, de hermano y, sobre todo, de padre.
Ser viejo en la década perdida -no solo perdimos por la corrupción sino por la falta de libertades y por el sometimiento social- era una suerte de pecado, un estigma. Fueron empujados a dejar la cátedra o el ejercicio médico y otros espacios donde prestaban un gran servicio con su experiencia y conocimientos. Los pensionistas de varias ramas fueron sometidos a nuevas reglas o menospreciados.
Había que apostar por los jóvenes, lo cual en principio está muy bien. Dar igualdad de oportunidades en salud y educación a niños y jóvenes, estimular a los más talentosos, es apostar por el futuro de un país, a condición de que las inversiones no sirvan para aprovecharse de esa bonanza que nunca fue, o de que los grandes proyectos como el de becas se organicen de modo responsable.
¿Qué queda de los supuestos nuevos líderes del correísmo? Nada. A la hora de la hora, no son sino individuos que se prestaron para ser parte de una corte en la que, por fortuna para ellos, no había que molestarse en pensar ni hacer. Lo que sucediera en la gran pasarela en la que los supuestos sucesores se exhibían mientras disputaban pequeñas parcelas de poder, dependía de una sola persona.
Los sucesores hoy están huérfanos. Quien los convenció de que tenía la grandeza de Eloy Alfaro o la sabiduría de Juan Montalvo -por no ir más atrás en la historia- también les enseñó a no respetar las canas. Detrás de los denuestos había el deseo de suplantar al más sabio, de subvertir un orden válido en una sociedad motivada por la filiación.
Hoy, terminadas las veleidades nacidas de la soberbia, el engreimiento y el despilfarro, las momias cocteleras vuelven a la diplomacia ahí donde era necesario dejar de seguir jugando a la ideología y optar por los intereses del país. Julio César Trujillo junta entereza e integridad al frente de un Consejo de Participación Ciudadana transitorio que intentará poner un poco de orden a unas instituciones moldeadas en función del interés de unos pocos e impetuosos “jóvenes”.
Al frente de seguridad regresa una persona con experiencia, para intentar reparar en algo los daños causados por aquellos “desprevenidos” jóvenes a cargo de la frontera norte. El mito del viejo inútil se derrumba junto a la realidad de proyectos obscenamente caros y mal hechos; a planes, esos sí, inservibles; al cuento de los jóvenes dedicados devotamente a los más viejos defectos humanos.