En el fondo el maquillador es un artista. No es, ni mucho menos, un oficio que se pueda desempeñar sin respeto a su profesión ni a la persona a la que se le aplica.
Un porcentaje importante de la población mundial, por motivos diversos, se maquilla. Cubrir las arrugas, resaltar las virtudes de un rostro, eliminar el sudor de las luminarias de televisión y aún tapar la calvicie prematura ( la del pelo, que es salvable a veces con un buen cepillo, puesto que la de ideas, como decía Quino en la voz de la inmortal Mafalda, es insuperable).
Muchas veces un buen maquillaje esconde el dolor de un cáncer reflejado en un rostro cetrino o es símbolo de glamour y oropel, de banal apariencia o fatua vanidad.
Por eso es que el respeto a todos los oficios por insignificantes o poco relevantes que parezcan es virtud que acompaña a los seres humanos generosos de espíritu.
Ahora bien. El maquillaje puede tapar la realidad de las cosas hasta hacer de la apariencia una careta de falsía, un disfraz.
Un profesor universitario puede aborrecer, por convicción y hasta orgullo soberano, el sistema de dolarización. Pero puede también saber que es su principal coraza.
Un ciudadano puede renegar de los partidos políticos y destruirlos pero puede también, con una dosis de poder, construir un sistema con sus usos y abusos muy parecido o peor que aquel que se vilipendió.
Un ecologista puede proclamar su vocación por proteger a la madre naturaleza, pasear el mundo dando discursos verdes y acusando luego al mundo de no solventar, con dinero de ese mundo, su sueño de pasar a la historia como pionero de las propuestas de conservación de los sistemas biodiversos y taladrar la selva por puro pragmatismo y urgencia económica.
Un demócrata puede acudir a decir su verdad y debatir con argumentos en los medios d e comunicación que la democracia ofrece y la apertura que el pluralismo entrega a oyentes, lectores y televidentes, y luego con una montaña de poder, entregarse a una lucha planetaria para quedarse con el control de todas las voces y su verdad.
Un discurso puede denostar y denunciar el fraude del que dice haber sido víctima y el abuso del poder lo puede llevar a construir con hilos finos un sistema de inequidad peor que aquel que antes existía, sin derecho a pataleo alguno para los rivales.
Un político en plenitud de su oratoria fogosa puede proclamar la revolución y perseguir a la izquierda sin pestañear.
Un mandatario puede fustigar a un imperio y entregarse sin reparos a otro imperio tan grande y fastuoso como el criticado y con prácticas peores, esclavizante.
Un Fondo Monetario puede ser lobo con piel de lobo y con unas tasas de interés más bajas que el lobo con piel de oveja.
Una misa dominical puede tapar en la conciencia una avalancha de odio sabatino.
El tiempo pasa irremediablemente factura y la verdad desnuda llega cuando sin corte, ni escoltas, ni adulos, frente al espejo y sin afeites, llegue el juicio de la historia.