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“Mi alma está poblada, como un cementerio, / con las negras cruces de lo que he perdido. / Lo que no ha sepultado el Misterio / va enterrando piadoso el Olvido”. Así escribía hace un siglo el poeta Ernesto Noboa y Caamaño; hoy puedo hacer mías sus palabras para hablar de los que voy perdiendo en estos años, en los que sin misericordia me traen a cada momento las noticias de otra muerte. Ahora es Efraín; hace poco fue Euler. No puedo jactarme de haber tenido amistad estrecha con ninguno de los dos; su poesía, en cambio, me ha sido familiar desde hace mucho. Desde luego, Euler fue más cercano: en los heroicos tiempos del tzantzismo le veía con frecuencia, porque él se unió al grupo debido a una afinidad natural. La última vez que le vi fue hace cosa de seis años, cuando ambos nos disponíamos a tomar un avión con rumbo a Manta. Me dijo entonces que estaba enfermo y había ido a vivir en la Costa porque ya no soportaba la altura. Con Efraín, en cambio, la relación fue más esporádica, hecha de encuentros no planificados, ya sea en su bella y recordada Cuenca, ya en este Quito mío, que se parece a una virgen que está siempre esperando al bienamado que por fin la trate con dulzura. Le vi hace cerca de tres años, cuando vino a presentar un recital de su poesía más reciente. Aquí o allá, sin embargo, Efraín siempre fue el mismo hombre de mirada limpia que llevaba el corazón en la mano, como si fuese una ofrenda.
Yo sé que ambos están ahora mismo apenados al mirarnos tan solos como vamos quedando. Ellos, desde luego, no están solos: allí han vuelto a reunirse con Agustín, con Bolívar y Ulises, con Rafael, con Jorgenrique, Humberto, Pedro, con Alfonso; están otra vez de gran tertulia, y aunque saben que aún no están completos, están tranquilos porque saben también que pronto llegaremos los demás con nuestras discusiones y nuestros proyectos alocados. Solo les falta esperar, esperar no mucho más, porque no tardaremos. Mientras tanto, ellos están, con Efraín, atizando «este fuego tenaz que (les) sostiene / aunque (sean) ya polvo esparcido», y hacen con Euler su balance: «Después / de tantos rostros, / tantos días vencidos, / tanto sopor, / tantas palabras; / después de irme cargando por las calles, / después… / después de nada; después de tanto golpe, tanta espalda, tanta vida que a veces / se atora en la garganta; / al pisar la puerta de este miércoles / hasta hacerme toser / me di un abrazo. / Porque después / de tanta muerte / la cuenta de mis huesos está intacta.»
Ellos y nosotros sabemos, desde luego, que pronto empezarán los homenajes. Solemnes o sencillos, con discursos engolados o simplemente con lecturas de poemas escogidos, y se proclamará que uno u otro ocupan el primer lugar en la poesía contemporánea del Ecuador, como si se tratara de una vieja sabatina escolar, con medallitas de plomo y diplomas que parecían pergaminos. ¡Qué vamos a hacer! Yo me limito a decir adiós, hasta la vista, y espero el anunciado reencuentro.