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En las disputas Nebot–Correa, sus actores se esmeran en descalificar al otro, pretendiendo que el otro encarna el mal, el error, lo condenable. Pero debate de fondo no hay. Arman sus discursos para rechazar al otro e imponer lo que quieren que el otro haga. Desdecir, al otro sobre lo que cada uno considera que es el deber del otro, el todo envuelto en la burla del otro, ciertamente no hace debate. No están en juego ideas o razones sobre las cuales la ciudadanía pueda concebir un problema o situación para comprender y optar sobre lo que nos conviene como sociedad.
Triste, tristísimo el espectáculo de la simple pelea, que hace a nuestra pequeña escena pública, espacio de riña verbal. Cuán demagógico resulta que el Presidente niegue en público que el Gobierno está promoviendo un alza de pasajes cuando el CNT establece normas generales para un mínimo de alza y es claro que no se puede congelar tarifas de servicios en que suben costos. Es también demagógico no haber asumido esta responsabilidad a tiempo y adular a los transportistas para tener su voto y después enviar, con estruendo y burla, la papa caliente al Municipio. A su vez, es doblemente demagógico proponer un referendo sobre si se debe utilizar el Fisco para subir la tarifa del transporte. Del mismo modo que fue demagógico un referendo para definir límites provinciales, lo es para pedir a la población que se pronuncie sobre temas que técnica y políticamente deben asumirse de modo inevitable. Esto banaliza a la democracia, infantiliza a la población, repite el muy populista adulo al pueblo en lugar de cultivar la responsabilidad. En democracia, hay momentos de definir colectivamente y hay otros que toca a los electos asumir responsabilidades problemáticas.
Pero convertir al espacio público en gallera, en que el descrédito del otro es argumento principal es opacar la convivencia. Lo peor que le puede pasar a la democracia es cuando los electos no asumen sus responsabilidades pensando en el sentido del sistema que se quiere construir, y anteponen los egos para salirse con la suya. Pero es aún peor el silencio de la sociedad que abandona su responsabilidad de sentido crítico y de construcción de verdades al no condenar o sancionas esta devaluación de la democracia, pues lleva a que mañana esta no sea sino un simulacro. Es una desgracia colectiva anunciada, esa en que todos se quejan y buscan toda clase de justificaciones para no ver que ha empezado con nuestro silencio. El silencio y la complacencia con la demagogia es mentirse a sí mismo.
Cómo recuperar dignidad es entonces el desafío. Pero debe ser sin complacencia con ese sujeto de mayor seducción demagógica llamado pueblo, pues este no es esencia alguna, ni menos pensamiento o razón que todo justifica, es lo que cada cual es y actúa. Romper el silencio o la complacencia puede ser deber ético y de dignidad. La demagogia lo convierte en exigencia de responsabilidad colectiva.