El populismo y la demagogia normalmente van de la mano. El aspirante a caudillo se desplaza por el mismo sendero, acechando de cerca, haciendo sombra a la espera del momento oportuno para asaltarlos por sorpresa en algún recodo del camino, apropiarse de ellos y formar una sola entidad que se nutrirá de dos fuentes: la ignorancia y la apatía.
El filósofo español Fernando Savater dijo alguna vez: “El populismo es la democracia de los ignorantes. A veces sirve para sublevar contra problemas reales, pero no para solucionarlos. Busca revancha, pero no reforma”.
La turbiedad de la atmósfera política que impera en buena parte del continente americano, incluida esa gran nación que algunos despistados, iletrados y ciertamente soberbios, llaman “América”, tiene su origen en los gobiernos que se han formado durante los últimos tiempos, gobiernos liderados por adalides y estrellas del espectáculo, personajes más bien oscuros rodeados siempre por cohortes de seguidores (bufones y coros incluidos), por fanáticos obsecuentes que aplauden sin entender, y, por supuesto, por una larga fila de cómplices y encubridores.
En estos territorios tan fértiles para los populismos, obviamente escasean los verdaderos estadistas, es decir, aquellos políticos formales que sustentan sus planes de gobierno en preceptos ideológicos y directrices de cumplimiento obligatorio, que orientan sus mandatos de forma efectiva hacia el bien común y el desarrollo de la población. Pululan, en cambio, los vendedores de humo, los alquimistas, los fantoches, los actores y bailarines, los bravucones y vocingleros, los seductores que engañan a las audiencias con fórmulas mágicas, dádivas y limosnas, con ofertas imposibles que, más temprano que tarde, provocarán la demolición moral, económica e institucional de los Estados.
A nadie debe sorprender que estas naciones infestadas de populismos caudillistas han sido históricamente las que menos presupuesto dedican a la educación y a la cultura, y, en muchos casos, las que han tenido los índices más pobres de lectura en toda la región. Mientras esos porcentajes no cambien, la realidad de todos tampoco cambiará de forma sustancial.
La consolidación de una democracia, aún con sus imperfecciones, pasa necesariamente por un cambio educativo y cultural que forme ciudadanos dispuestos a cuestionar, debatir, refutar y pensar por sí mismos, sin adoctrinamientos de ningún tipo, sin la apatía que hoy nos contagia a todos los que vemos la política como una práctica abominable, vengativa, sucia, corrupta y maltrecha.
Las revoluciones auténticas, las que persiguen la consolidación de los derechos humanos, el desarrollo de los individuos, la libertad de expresión, la participación plena de los ciudadanos, la oposición frontal pero respetuosa, y la crítica positiva, germinan en las aulas y brotan de los libros, esos espacios que en los últimos tiempos han resultado tan incómodos para los populismos demagogos y sus caudillos.