El pasado mes de septiembre se reunió el G20. Lo hizo en una ciudad China, un signo más de la globalización en la que parecemos vivir. Y los líderes de las diferentes potencias mostraron su inquietud por el mal reparto de los beneficios. Parece que, a la luz de la globalización, no llueve igual para todos. ¿Habrá que construir una globalización más justa? Eso parece, sobre todo cuando las cosas se analizan desde la orilla de los empobrecidos.
No deja de ser chocante que, después de tantos esfuerzos por la unidad de los países y de las diferentes áreas geopolíticas (la unidad de España costó Dios y ayuda), ahora las jóvenes generaciones cuestionen los procesos de convergencia y de unión y se ubiquen en nuevos dinamismos centrífugos. Guste o no, la globalización está siendo cuestionada por muchos. Pienso en mi querida Europa, donde a los movimientos nacionalistas les están creciendo las alas, siendo capaces de canalizar el miedo y la frustración de la ciudadanía. Mi tía Tálida, profunda admiradora de Inglaterra y de todo lo que sonaba a inglés, solía decir que si algo sucedía en el Reino Unido, era señal de que ya podía ocurrir en cualquier parte del mundo. Para ella los ingleses no sólo iban por delante, sino que marcaban tendencias de sabiduría y buen vivir. ¿Se acuerdan del Brexit? Si Inglaterra puede dejar la Unión Europea todo es posible. Es evidente que unos países prefieren cerrarse, preservar su identidad y su bienestar, y otros abrirse al comercio, la inversión e, incluso, a la inmigración.
No dudo que el capitalismo es capaz de crear riqueza (otra cosa es repartirla de forma justa y equitativa), pero difícilmente podrá legitimarse si los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres. Todavía se siente la pesada resaca de la crisis de hace diez años, cuando muchos europeos pensaron que sus hijos vivirían peor. Ahora, de la mano de migrantes y refugiados, a muchos se les ha oscurecido aún más el panorama. Seguramente en Europa las clases dirigentes no han bajado el nivel de vida, pero la brecha entre ganadores y perdedores se ha ido ensanchando.
Los ciudadanos piensan que son los gobiernos quienes tienen que asegurar la igualdad de oportunidades y la protección de los más desfavorecidos. Entre nosotros, las cifras de los empleos inadecuados (parados, subempleados, informales) resultan escandalosas y reflejan el alcance real de la crisis. La inequidad no es más que uno de los rostros de la pobreza.
Necesitamos una mayor redistribución, un uso más efectivo de los fondos públicos y una más evidente solidaridad. Me resisto a pensar que la alternativa al actual modelo económico sea necesariamente una nueva edición del capitalismo puro y duro.
Ojalá que la globalización no sea una excusa para que se sigan enriqueciendo los de siempre. Dios quiera que la riqueza se canalice hacia quienes más la necesitan.