Hay imágenes que quisiéramos borrar del panorama y de la conciencia. Imágenes toscas y desagradables, duras e inmorales, que nos empequeñecen y cuestionan, hasta el punto de dudar de nuestra condición humana. La vida cotidiana está llena de acontecimientos y sucesos que, en el vértigo de la información diaria, se vuelven irrelevantes. Y, sin embargo, reflejan no pocos de nuestros demonios y falencias.
Hace un par de semanas asaltaron a un blindado que transportaba una fuerte cantidad de dinero. Las circunstancias del asalto reflejaron, por los muertos y heridos, el calibre del armamento y la osadía de los criminales, un tipo de violencia que tendría que cuestionar fuertemente a nuestras autoridades y a cuantos se escudan en la frialdad aséptica de las estadísticas.
Pareciera, a la luz de lo acaecido, que la violencia en Latinoamérica se vuelve más letal que el ébola o el sida.Preocupado por el desarrollo moral de nuestro pueblo, ha habido una imagen especialmente perturbadora. Me refiero (así lo recogía la crónica de EL COMERCIO) al hecho de que los pasajeros del autobús, en vez de atender a los heridos, se dedicaran a recoger los billetes esparcidos por el viento. A este punto hemos llegado. O quizá, más simplemente, seguimos donde estábamos, a la entrada de la caverna, depredadores de cualquiera que alimente nuestra codicia.
Nadie puede ocultar el brillo de la esperanza, tanta gente buena que, en el anonimato de lo cotidiano, da vida y siembre esperanza. La fe nos hace especialmente sensibles para reconocer las semillas del Verbo, diseminadas en el hondón de la historia. Pero imágenes como estas, que reflejan el valor de la codicia por encima de la solidaridad y de la vida, nos recuerdan hasta qué punto hay que seguir luchando por un proceso de humanización que no puede quedarse pasmado ante el valor del dinero y del consumo.
Semejante avidez dinamita cualquier proyecto del “buen vivir” y enciende una luz roja de alerta ante las exigencias del progreso humano. Triste sería que el “buen vivir” quedara reducido al bienestar material y al horror de pensar que todo vale con tal de arrebañar la plata.
Cuesta pensar que estas cosas nos sucedan a nosotros mismos, a nuestros vecinos y conciudadanos. Lo cierto es que tenemos unas cuantas asignaturas pendientes y que la patria nunca avanzará lo suficiente mientras no seamos más justos y compasivos. Para viabilizar estas inquietudes están la ética y la religión que nunca podrán faltar del horizonte humano en el que deberíamos de movernos.
De aquí mi rechazo a ese laicismo rancio que cree que todo lo puede, en su autosuficiencia, a golpe de proyectos, programas, técnicas y políticas desalmadas. El alma de los pueblos la nutre el amor a la justicia, la solidaridad y la compasión. Quien se alimenta de ellas neutraliza la codicia y el crimen. Lo contrario es biensimple: coge el dinero y corre.