Según lo confesó Jorge Luis Borges, el primer cuento que él escribió fue “Pierre Menard, autor del Quijote”, un texto que pasa por ser “una de las maravillas absolutas de la inventiva humana” (Steiner). Ingenioso narrador de conjeturas, Borges plantea aquí con humor e ironía la cuestión de la lectura, asunto que, años después, Barthes tratará de dilucidar con su embrollada ciencia estructuralista. Borges relata la empresa –obviamente embustera- de un oblicuo escritor simbolista de inicios del siglo XX llamado Pierre Menard, quien se propuso un proyecto tan ambicioso como inaudito: “Producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes”. En fin, “no quería componer otro Quijote –lo cual es fácil- sino el Quijote”.
La paradoja que plantea Borges está implícita en la propia novela cervantina cuando el narrador insiste que aquello que él escribe no es sino una lectura de otro texto en lengua morisca y en el que se cuentan las aventuras de un hidalgo al que le patina el seso, texto que el autor-narrador copia y resume.
El primer autor del Quijote tiene un rostro nebuloso, un tal Cide Hamete Benengeli, supuesto cronista musulmán; el segundo posee no solo un nombre sino una biografía; se trata de un hidalgo culto aunque necesitado que debe tomar la pluma de tarde en tarde (siempre que las ingratas tareas de recaudador de impuestos lo permitan) y llamado Miguel de Cervantes.
Así pues, lo que hace Menard es algo semejante a lo que hizo Cervantes con el texto del morisco: escribir su lectura del Quijote, la cual –obvio decirlo- es copia textual del original. “El texto de Cervantes y el de Menard –explicará Borges- son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico”. ¿Más rico? En efecto, cada nueva lectura de un texto es distinta a la anterior porque cada lector lee inevitablemente desde su tiempo, desde un punto de la historia, desde una tradición cultural. Eureka: el autor ha sido desplazado, el lector puede ahora ocupar su lugar.
Redactado en el siglo XVII por un “ingenio lego”, el Quijote pasaba, entre los contemporáneos del autor, por ser un libro divertido con un personaje loco, simple parodia de novelas caballerescas; en los siglos siguientes la novela fue adquiriendo otros significados y, hoy, cuando el libro de Cervantes ha atravesado toda la evolución del arte novelesco de estos cuatro siglos, el Quijote si bien sigue siendo el mismo, la lectura que de él hacemos es otra. Hoy la gloria lo envuelve, ha pasado a ser “una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obsesas ediciones de lujo”.
Un auténtico texto literario es aquel que se presenta como un palimpsesto; por debajo de su sentido obvio y transparente hay, al fondo, otros significados que lectores futuros y más sagaces sabrán descubrir y disfrutar cual tesoros escondidos.