Las calles y plazas de muchas de las ciudades del Ecuador retumban con gritos, ofensas, insultos y descalificaciones. Del un lado y del otro de la profunda división a la que ha sido llevada la sociedad, surgen retos y amenazas. Los unos hablan –gritan- de sacar a los otros, y los otros desafían a que los saquen.
No tenía que haber sido así. El que la sociedad ecuatoriana haya llegado a este angustioso y autodestructivo camino de confrontación pudo haber sido, debió ser, y tal vez pueda aún ser evitado.
Detrás de esta tragedia en ciernes, que puede resultar devastadora, están algunas realidades profundas de las cuales no sería justo culpar ni a los unos ni a los otros, sino de las cuales somos culpables todos. Están enraizadas en las mentes de la vasta mayoría de nosotros, que nos hemos negado sistemáticamente a reconocer y a cambiar, y que venimos ignorando de año en año y de década en década, convencidos, erróneamente, de que “somos como somos”, “así son las cosas” y “no podemos cambiar”.
Entre esas terribles realidades está la tendencia a entender a la política como un proceso que se lleva a cabo entre amigos y enemigos, que no permite ver al contrincante político como alguien a quien se puede y se debe respetar, con quien se puede y se debe dialogar y consensuar.
Está el dogmatismo, que no acepta que otros piensen distinto, sostiene que las propias verdades son las únicas y, en consecuencia, pretende que es justo imponerlas sin el menor reconocimiento de los derechos de los demás.
Está la idea de que los conflictos y las diferencias no son oportunidades para buscar conciliar las necesidades, los intereses y las aspiraciones de las partes sino, al contrario, son oportunidades para mostrar quién es más fuerte, quién pega más duro, quién tiene la última palabra, quién gana y hace que el otro pierda.
Está un profundo autoritarismo, que impone el criterio, la voluntad, y hasta el abusivo interés o deseo de la figura de autoridad, por el solo hecho de que ostenta esa autoridad, y que se ve y se siente no solo en el ámbito político, sino también en la familia, la escuela, el colegio, la universidad, las instituciones, las empresas, las haciendas, los sindicatos, las iglesias.
Está la principal consecuencia del autoritarismo, que es la voluntad, y a veces incluso la necesidad psicológica, de someterse ante la figura de autoridad porque, no obstante lo denigrante y dolorosa que resulta esa sumisión, proporciona la ilusión de seguridad.
No tenía que haber sido así, pero tal vez estemos mejor preparados, ahora, para comenzar a efectuar los cambios de fondo que pudieron haber evitado que lleguemos adonde hemos llegado.
Y mantengo la esperanza de que podamos reversar la actual confrontación, abriéndonos al diálogo y la búsqueda de conciliaciones.
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