El secuestro de tres colegas nos recuerda de forma despiadada que el periodismo es, esencialmente, un oficio riesgoso. Quienes revelan verdades incómodas o cuestionan el statu quo siempre corren el riesgo de ser insultados o, incluso, de sufrir represalias legales o físicas. Esto pasa en todas partes, no solo en países sin Dios ni ley.
Guardo fresco el recuerdo de los teléfonazos que recibía, durante el Gobierno de Gutiérrez, en los que se me increpaba, en los peores términos, por escribir las cosas que escribía sobre “mi coronel”; o los reclamos indignados de unas señoras bien porque en esta columna he defendido el uso de la píldora del día después; o las amenazas veladas de un ex Ministro de Finanzas del correato por haber anunciado la llegada de la crisis económica que vivimos.
Por supuesto que esto es nada en comparación a lo que sufren y han sufrido miles de periodistas por hacer su trabajo. De ellos, los más incomprendidos son, sin duda, quienes cubren conflictos armados.
La mayoría piensa que hay un prurito suicida en todos ellos. “¿Es que no tienen otra mejor cosa que hacer? ¿Por qué van a meterse en la boca del lobo?”, se preguntan.
Esa boca del lobo se llama “Territorio comanche”, el lugar donde un periodista está abandonado a su propia suerte sin otra arma que una cámara, un lápiz y una libreta. El término lo acuñó Arturo Pérez-Reverte en una novela testimonial homónima que narra su experiencia cubriendo la Guerra de los Balcanes.
“Para un reportero en una guerra, territorio comanche es el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta”, escribe Pérez-Reverte. ¿Por qué ese reportero continúa, en vez de dar vuelta atrás? Porque hay una pasión más fuerte que domina su vida: la de ver con sus propios ojos el drama humano que se vive en el lugar de los hechos y narrarlo con sus propias palabras.
Los reporteros de guerra son una suerte de Casandras que anuncian noticias desagradables que nadie quiere oír porque molestan las buenas conciencias de la gente. Hay un punto de insensatez en todos ellos –cuenta Pérez-Reverte– pero, sobre todo, un desprendimiento generoso, una capacidad de sacrificio personal que se explica por su acendrado sentido del deber: sólo ellos están dispuestos a ir a donde nadie más quiere, para contar lo que allí está pasando.
Espero sinceramente que este aciago suceso tenga un buen fin y que los tres colegas secuestrados retornen a sus hogares, sanos y salvos. Se trata de un hecho que no sólo atañe al gremio periodístico sino a toda la comunidad ecuatoriana. Un grupo de mafiosos intenta amedrentarnos –esta vez tomando como rehénes a periodistas– para imponer sus propias reglas en nuestro país.