John Maynard Keynes es una de las inteligencias más brillantes del siglo pasado. Fue un destacado matemático; exitoso “trader” de acciones y monedas –bajo su administración, el fondo de King’s College, en Cambridge University, produjo un retorno promedio de 12% anual, durante 22 años–; y agudo librepensador que alternó, de igual a igual, con escritoras como Virginia Woolf y filósofos como Bertrand Russell, en el famoso Grupo de Bloomsbury.
Pero Keynes es más conocido por su “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”, donde propuso una fórmula rápida para sacar a cientos de millones de personas del desempleo, tras la Gran Depresión de 1929.
A diferencia de la escuela clásica –cuya hipótesis central es que los precios se ajustan automáticamente– Keynes dijo que esos precios, en especial los salarios, son rígidos, es decir que no bajan ni siquiera en los períodos de abundante oferta de trabajo –es decir, de desempleo–, por razones legales y contractuales. Keynes sabía que la rigidez del salario nominal obstaculizaba la contratación de personas porque, en épocas de crisis, las empresas cuidan más sus costos. Así que propuso fomentar la demanda de empleo reduciendo el salario real.
Bajaría el salario real, aumentando la inflación y aumentaría la inflación subiendo la demanda agregada con un mayor gasto público, sobre todo en la construcción, que es un sector intensivo en mano de obra.
El aumento de la inflación no sólo abarataría el costo real de la mano de obra, sino que también incentivaría a las empresas a producir más para aprovechar la oportunidad de obtener mejores precios por sus productos, explicó Keynes.
¡Bingo! Fue como encontrar la fórmula mágica del crecimiento a base de un instrumento fácil de manipular: el gasto. Además, la propuesta keynesiana ofrecía resultados más rápidamente que la escuela clásica que sostiene -con absoluta razón– que el empleo y la producción sólo pueden crecer a base de mejoras en la productividad.
Por eso es que la propuesta keynesiana fue acogida con tanto entusiasmo por la clase política latinoamericana, en especial por los nacionalistas y los populistas que vieron en el gasto y el endeudamiento la fórmula más sencilla para obtener réditos políticos sin depender de los mercados internacionales ni de las instituciones externas.
Keynes estaría asqueado del uso que la demagogia política dio a su propuesta, más aún si se enterara que bajo el pretexto de fomentar el bienestar de la población tantos políticos utilizaron el gasto público para enriquecerse.
La crisis de sobre endeudamiento que sufre el país nos obliga a pensar sobre los límites del legado keynesiano. Seguir endeudando al país para continuar gastando, sin mover un dedo para aumentar la productividad sólo nos llevará a la ruina.