Un mismo acontecimiento puede ser analizado en distintas formas. Hay infinitas maneras de ver la realidad. Hay quienes tratan de aprehenderla con todos sus colores y tonalidades. Hay otros que la observan con pasión desbordada, interpretándola con una actitud supuestamente objetiva, bajo el prisma deformador de sus particulares intereses. Esta visión maniquea se ha instalado con violencia en nuestra vida política. Existen grupos que se adueñan de la verdad y se autoidentifican con el bien público, las aspiraciones del pueblo, la vocación de servicio, la honestidad y la defensa de las instituciones que manipulan cotidianamente. Sus opositores son la representación del mal, de la traición, del odio y el resentimiento, de la mentira y la arbitrariedad. La acción política, privada de sus innumerables matices, de sus contradicciones, es concebida en blanco y negro. Elemental, falsa y negativamente.
En este ambiente, la actividad política, despojada de fundamentos y fines trascendentes, se vuelve paralizante. No conduce a ninguna parte, impide el avance, desperdicia energías y, socavando las bases de un posible entendimiento, divide y destruye. Los intereses individuales en pugna, las intrigas, las ambiciones desenfrenadas y la sobrevaloración personal, la superficialidad en el análisis, la corrupción institucionalizada, el afán de concentrar el poder y los delirios mesiánicos, en mezcla confusa y desconcertante, han formado una red inextricable que nos envuelva y muchas veces nos dificulta ver son claridad. Enredados en lo coyuntural e inmediato, en lo secundario, la finalidad última -la construcción de una sociedad libre y democrática, justa y fraterna, que permita el desarrollo integral y armónico del hombre y el aprovechamiento de todas sus potencialidades- es postergada.
La ambición de poder ha despojado a la actividad política de su dimensión ética. El fin justifica los medios. Se busca desacreditar las opiniones ajenas, no por su eventual falta de razón sino por los hipotéticos o reales defectos de quienes las sustentan. El avasallamiento a los demás ha sustituido a la solidaridad. El insulto ha remplazado al debate. Los esquemas sin contenido se han impuesto sobre el análisis. La calumnia se ha convertido en una irresponsable arma de combate. La intransigencia ha vuelto anacrónica la necesidad del diálogo. Hemos destruido las endebles bases de nuestro sistema democrático y estamos cayendo en una profunda sima. Estamos matando las raíces del futuro. Es imperioso despertar y no olvidar las lecciones del pasado. Demócrata, escribía Albert Camus, “es aquel que admite que el adversario puede tener razón, que le permite, por consiguiente, expresarse y acepta reflexionar sobre sus argumentos. Cuando los partidos y los hombres están demasiado persuadidos de sus razones como para cerrar la boca a sus oponentes por la violencia, la democracia ya no existe”.
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