Es inevitable el choque entre Correa y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Por un carril avanza un Gobierno alérgico a los medios de comunicación y que avala ese organismo solo cuando le conviene, y por otro, relatores a quienes no les tiembla la mano a la hora de exponer faltas de autoridades de cualquier signo ideológico.
Correa advirtió sin sonrojarse que aceptará recomendaciones de la CIDH solo si “son razonables” al tiempo que acusó a sus miembros de estar influenciados por grupos de presión. Se trata de señalamientos graves, propios de gobiernos autoritarios para los que el derecho humanitario internacional y los compromisos asumidos por sus Estados son papel mojado.
La CIDH tiene un alto prestigio. Víctimas de abusos oficiales, pobres o ricos, gobiernos de izquierda o derecha e incluso Estados que denunciaron agravios han sido atendidos en esa instancia. No se trata de un grupo manipulable, sino de uno que cumple normativas estrictas, adoptadas y aceptadas por los mismos gobiernos.
Convendría recordar que el actual ministro del Interior de Ecuador, José Serrano, llevó años atrás el caso de Sarayaku ante la Comisión para pedir y obtener medidas cautelares a favor de esa población indígena amazónica. Lo mismo, pero con otros personeros oficialistas, sucedió con el bombardeo colombiano en Angostura.
Pero ahora, y con un expediente en contra en materia de libertad de prensa, la actitud es otra. El doble estándar vuelve a surgir.
A la CIDH y a su Relatoría para la Libertad de Expresión se acude cuando se cierran espacios institucionales locales y autoridades mantienen actitudes reñidas con garantías y derechos. En el caso ecuatoriano, la agresividad, las amenazas y juicios contra medios y periodistas e incluso el bombardeo mediático al que Correa somete a la ciudadanía, configuran faltas graves y así lo hizo saber ya la misma Relatoría en su informe regional 2010.
Si bien los informes del organismo no son vinculantes, tienen un peso moral enorme. Cuando los Estados no responden, los agraviados tienen la posibilidad de acudir a la Corte Interamericana, cuyas resoluciones son inapelables. Sin embargo, hay quienes fieles a su autoritarismo deciden no cumplir. Venezuela es ejemplo de aquello.
Si la CIDH finalmente es invitada a Ecuador a investigar las denuncias, muy posiblemente el informe que emita será crítico. Entonces, Correa repetirá lo ya dicho por Venezuela, que esa instancia “sigue los dictados del colonialismo”, argumento ausente cuando el organismo trata casos en los que la derecha es la cuestionada, como ha sucedido con Honduras, Colombia, Chile o México.
Está a la vista la colisión de Correa con la CIDH. Para gobiernos autoritarios el derecho internacional es un estorbo.