Los insultos y pedradas de los que fueron víctimas dos periodistas de reconocida trayectoria como Jorge Lanata y Magdalena Ruiz Guiñazú constituyen un capítulo más de la intolerancia reinante contra quienes asumen posturas críticas al Gobierno. El lamentable hecho sucedió en la Universidad de Palermo, en el marco del VI Congreso Nacional e Internacional del Foro de Pe-riodismo Argentino (Fopea), cuando ambos periodistas cerraban la primera de las jornadas en la casa de estudios. Aunque pudo tratarse de un hecho no preparado, estos comportamientos tienen su génesis en un clima hostil contra el periodismo crítico del poder político, fogoneado muchas veces por actitudes de funcionarios del Gobierno Nacional y por dirigentes oficialistas.
Ese discurso oficial con el que se busca demonizar a medios y periodistas que no se alinean con su visión ayuda a fomentar la aparición de fanáticos seguidores que, con frecuencia, recurren al insulto escudándose en el anonimato en medios electrónicos, cuando no a la cobarde agresión, como ocurrió en la universidad.
Los periodistas agredidos recibieron, como era de esperar, numerosos gestos de solidaridad de colegas, al igual que el apoyo de distintas organizaciones no gubernamentales, de entidades que agrupan a hombres de prensa y de medios, y del público en general. Lamentablemente, no se escuchó ninguna condena por parte de funcionarios del Gobierno ni, claro está, de la Presidenta de la Nación.
En cualquier república que hace de la democracia su forma de vida, una agresión semejante movería a las máximas autoridades ejecutivas a solidarizarse con los agredidos y a condenar un acto tan vandálico como cobarde.
Si la unidad nacional es para la presidenta Cristina Fernández de Kirchner un objetivo sincero de su gestión, como lo ha puesto de manifiesto recién, deberían entender las autoridades del Poder Ejecutivo que una enérgica y creíble declaración oficial condenando las agresiones contribuiría notablemente al logro de aquel propósito. Solo una simple mención crítica ayudaría notablemente a que no volvieran a repetirse hechos tan vergonzosos.
Como es propio de la política expresarse a través de gestos y actitudes, el silencio cómplice del oficialismo ante estos desmanes dice mucho sobre su concepción de la democracia y la libertad de prensa. Es el mismo silencio que invadió al oficialismo cuando desde afiches callejeros se denostó a periodistas con nombre y apellido por su simple vinculación laboral con una empresa periodística, o cuando seguidores de las Madres de Plaza de Mayo escupieron retratos de trabajadores de medios, acusándolos de cómplices de la dictadura militar. Ese silencio hace paradójicamente mucho ruido en nuestro golpeado sistema republicano.