Nadie puede negar la necesidad de que se evalúen a las instituciones de educación superior y la urgencia de que se busquen caminos para mejorar su calidad y pertinencia.
Es absurdo pensar, sin embargo, que ambos objetivos pueden ser impuestos desde arriba mediante metodologías poco transparentes y ejecutadas por instituciones controladas desde el Ejecutivo. Esto último es importante porque convierte a la evaluación universitaria en un proceso político; hace de la universidad tributaria de instancias ajenas a ella y pone sus tareas de docencia e investigación a expensas del poder.
El asunto se agrava cuando las herramientas usadas para evaluar se valen de mecanismos anacrónicos como la categorización, se basan en mitos (PhD sinónimo de buen académico y administrador; profesor a tiempo completo igual a buen profesor, premisa no aplicable a campos como el derecho, la administración, etc.; investigación lo mismo que publicación indexada) o no consideran la diversidad universitaria; cuando se mide con una sola vara proyectos académicos que se desenvuelven en contextos diferentes o persiguen misiones distintas.
Entre otros, estos son los problemas del informe de evaluación, acreditación y categorización de la educación superior que acaba de difundir el Ceaaces. Este órgano, compuesto por tres representantes del Presidente y tres elegidos por concurso, decretó la categoría en que se jerarquizan las universidades y politécnicas del país.
Millones de jóvenes universitarios y profesionales quedaron marcados como estudiantes o graduados de primera, segunda o tercera. De forma insultante, se quemó con hierro en sus frentes y títulos una A, B o C. Su esfuerzo de superación ha sido categorizado por una institución dirigida desde Carondelet que dictaminó, a base de cinco criterios arbitrarios, que su formación no sigue el molde único impuesto.
La categorización no mejorará la calidad de la educación superior; solo someterá a las universidades a la voluntad del poder político. Y será el termómetro del sometimiento universitario al proyecto oficial. Su lógica es el chantaje: “Si no haces lo que te digo, te bajo de categoría” o viceversa. Así no se mide calidad sino que se asegura obediencia. Se viola la autonomía y la libertad de cátedra; no se propende al mejoramiento sino a la domesticación.
Como profesor universitario, personalmente ejerzo mi derecho a la resistencia y no acepto que el poder político categorice mi labor académica; califique bien o mal mis tareas docentes e investigativas. Aquello es solo menester de la institución en la que con orgullo laboro, los estudiantes y mi conciencia. Mi universidad ha sido categorizada A; mantendría la misma posición si la letra hubiera sido otra.