La sensibilidad se va embotando. Se pierden los mutuos respetos, se agotan las consideraciones y se borran los límites. El ambiente presagia hostilidades mayores. Las nubes hacen del horizonte un anuncio de batalla entre hermanos, de represiones contra disidentes, de negaciones de las razones de los otros. La democracia es un tambor de lata. Y el país, ese país, es el mal recuerdo del estrépito político, de la algazara de siempre. Ese país es la pesadilla de las asambleas, el miedo que traen cada mañana los noticieros. Es el agobio.
Pero, esa pesadilla, ese tumulto, no es el país de verdad, no es nuestro país, no es el que pertenece a cada familia, el que se llevan en la intimidad los emigrantes, el que añoran los desterrados por la fuerza de los hechos. Aquel pantano de incertidumbres y de miedos es la negación de lo que antes se llamaba “patria”, la sencilla patria de la escuela, la del himno cantado en las mañanas del lunes, la que se decía en las sobremesas, la que se recordaba en las historias aprendidas entre clases y recreos. Esa fue, alguna vez, una patria tan distinta, tan buena que, en momentos de crisis, permitía que todos nos abracemos, que nos reconozcamos sin distancias, sin recelos y sin odios. Porque esa patria, ya perdida, fue, como el poncho, un abrazo cariñoso, una clara seña de identidad.
Ese país estaba lleno de buenos recuerdos, de cercanías, de vecindarios. Era, sin que lo sepamos, el punto de partida y el sitio de llegada, era lo que compartíamos sin necesidad de doctrinas, sin los abismos de las ideologías, sin los cálculos de la política, sin las estrategias de los egoísmos de cada cual. Y fueron, y son, buenos recuerdos, que pese a todo sobreviven, la casa de la provincia, el patio de los abuelos, las vacaciones y los mínimos viajes al cantón cercano. Fueron buenos recuerdos el colegio y la universidad, el descubrimiento del mundo, el alumbramiento de las ideas, y esa sensación de tener el mundo en la mano, de ignorar distancias e imposibles, esa certeza de que podíamos todo. Había diferencias y había pasiones, claro que sí, y había debate civilizado, pero creo que el odio no era la insignia de esos tiempos. El odio era asunto de episodios superados –así pensábamos-, y pensábamos también, con enorme ingenuidad, que semejante veneno no volvería a contaminar las vidas.
Los buenos recuerdos son la ventana abierta, el espacio que permite preservar la nobleza, la generosidad. Los buenos recuerdos, que son la sustancia del país que se pierde, no pueden archivarse, ni quedar como lejana impresión de que alguna vez fuimos de otro modo. Deben ser signo constante de la humildad olvidada, de la sencillez abolida. Deben ser, de algún modo, el criterio para medir por dónde vamos en tiempos de tumulto, para que no volvamos a tropezar en la misma piedra, para que no repitamos el mismo discurso.