Buena, y muy buena, es la noticia que nos trajo la última edición dominical de EL COMERCIO en la columna de Simón Espinosa: su coterráneo Gustavo Salazar Calle, cuyo talento de investigador bibliográfico es difícilmente superable, se encuentra preparando la edición de las obras escogidas de Aurelio Espinosa Pólit, a quien nadie podrá disputarle el mérito de ser el más grande humanista que produjo el Ecuador en el siglo XX.
Aunque Simón afirma que “los intelectuales de izquierda entre 1940 hasta ahora no han prestado atención a las traducciones de los clásicos griegos y latinos hechas por Aurelio Espinosa Pólit…”, yo tengo que declarar rotundamente que mi ya vieja inclinación a la izquierda (que no ha disminuido por las recientes suplantaciones de su nombre) no me impidió jamás admirar aquellas traducciones.
Más aun: entre 1958 y 1960, mientras duró mi distraída permanencia en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Católica, practiqué concienzudamente el arte de aquello que los españoles llaman “hacer novillos”, y los ecuatorianos designamos como “echar la pera”. Sí, lo digo sin rubor: con la complicidad de un compañero, me echaba la pera a ciertas pesadísimas clases sobre el Libro Segundo del Código Civil, en las que un respetable profesor averiguaba a quién pertenece el animal herido (¡!), y me filtraba en las clases que el Padre Aurelio dictaba en la Facultad de Pedagogía: él acababa de publicar su “Síntesis virgiliana” y hablaba en sus clases justamente sobre Virgilio.
Era conmovedor presenciar en esas ocasiones cómo la figura menudita del Padre Aurelio parecía agigantarse. Llegaba él con su Virgilio sostenido contra el pecho, leía un pasaje y empezaba su comentario. Se sentía que aquellos no eran comentarios preparados y medidos según las reglas didácticas que se enseñaban en los normales. La sabiduría le brotaba de los labios envuelta en una sensibilidad que estremecía, de modo que mi compañero y yo sentíamos como si una fuerza invisible nos levantara en vilo.
Dejé la Católica y me libré de convertirme en abogado. Inicié los estudios de filosofía, que habrían de llevarme muy lejos, pero nunca dejé de admirar al Padre Aurelio. Leí especialmente sus traducciones de Sófocles, y cuando hube de enseñar literatura, varias veces hice leer a mis alumnos todo el ciclo tebano, en la traducción del Padre Aurelio desde luego. Para entonces, yo ya tenía en otros campos grandes desacuerdos con quien había sido a medias mi maestro, pero en materia de clásicos nunca dejé de admirarle.
Y me pregunto ahora: ¿cuántas personas leerán la edición que Gustavo Salazar ha preparado? Es doloroso decirlo: si el Ecuador es un país que no lee ni los libros de moda (lo cual está varias veces comprobado) no podemos hacernos ilusiones con los clásicos. Y sin embargo hay que hacer esa edición y hay que buscar sus lectores. Desde esta columna haré también lo que pueda para encontrarlos.