A mediados de mayo, los jefes de Estado de Brasil, Turquía e Irán informaron a la comunidad de naciones, con inocultable entusiasmo, que habían acordado medidas prácticas para disponer de una parte del uranio enriquecido que poseía Irán, obteniéndose así dos objetivos importantes : desbloquear las tediosas e improductivas negociaciones para que Teherán coopere con la ONU en sus esfuerzos por establecer controles a su política nuclear y evitar, en consecuencia, la adopción de nuevas sanciones por parte del Consejo de Seguridad de la ONU.
La inmediata reacción de la opinión pública fue positiva. El nuevo liderazgo del Brasil y la colaboración de Turquía, potencia regional asiática miembro de la OTAN, habían logrado doblegar la sospechosa obstinación iraní.
El Brasil, que no tuvo éxito cuando, hace poco, intentó jugar un papel útil en la promoción de nuevos contactos entre Israel y Palestina, en búsqueda de una solución al dramático problema del Oriente Medio, parecía haber encontrado, en el caso de Irán, una adecuada compensación a sus esfuerzos.
Sin embargo, las malas noticias no tardaron en venir. Muchos analistas internacionales consideraron inoportuna y superficial la gestión de Brasil y Turquía. A esta crítica se sumó el tajante juicio de la Secretaria de Estado de los Estados Unidos quien descartó, por ‘ingenua’, la iniciativa de Lula da Silva y Erdogan y manifestó que Ahmadinejad los había utilizado para evitar las sanciones que el Consejo de Seguridad de la ONU estaba preparando, cansado de tanto incumplimiento y desafío de Irán.
Paradójicamente, la iniciativa de Brasil y Turquía sirvió para disipar las pocas dudas que Rusia y, sobre todo, China aun tenían sobre las sanciones. En efecto, se ha anunciado ya que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU estarán de acuerdo sobre el texto de que adoptará el Consejo.
El documento negociado por el Brasil tiene una importancia notable, no vinculada necesariamente a la suerte que pueda correr en cuanto a su cumplimiento. Es la expresión de una política mundial que no nace en las grandes potencias tradicionales sino en la geografía del sur, es decir de los países permanentemente relegados y desatendidos, lo que hay que asumir como un paso positivo en la historia.
Al Ecuador debe interesarle particularmente la actitud del Brasil. Gigante geográfico y territorial, poseedor de riquezas incalculables, entre ellas el agua dulce de la Amazonía que comparte con otros países. Brasil es un estado emergente, cuyo desarrollo le ha colocado frente a oportunidades notables y obligaciones complejas. Más aún, es una potencia mundial. Y Latinoamérica tendrá que acostumbrarse -no resignarse- a que así ocurra.