En las redes sociales, las personas se preguntan por qué dos funcionarios del Estado -uno de la Defensoría del Pueblo y otra de la Función Judicial- actuaron con tanta diligencia para prohibir la circulación de un libro que, según ellos, afectaba los derechos de niños taromenane que habrían sido retratados en aquella publicación.
La pregunta es pertinente porque ni la Defensoría del Pueblo ni juez alguno en el país han movido un dedo para proteger a las numerosas comunidades que viven en esa misma reserva ecológica y cuyo modo de vida será amenazado cuando se comience a explotar petróleo allí.
En las redes sociales, la gente también se pregunta por qué el Estado -esta vez representado por el Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia- actuó con tanta prontitud para pedir acciones de protección cuando Dalo Bucaram mostró fotos de sus hijos en Carondelet, pero ha dicho ni pío sobre el uso publicitario que el Ejecutivo dio a la imagen de una niña llamada Megan, a propósito de la revuelta policial de 2010.
Acuciosidad y presteza para alinearse con el libreto oficial; lentitud y molicie para defender las causas que disgusten a los dueños del poder.
Muchos dirán que siempre pasa así; que para conservar su trabajo el funcionario de turno querrá congraciarse con el Jefe a como dé lugar, con más razón si éste tiene amplias atribuciones.
El problema de este razonamiento es que podemos llegar a justificar la obsecuencia sin paliativos de todo un aparato estatal, por el mero hecho de pensar que quienes lo conforman son personas que, como uno, necesitan ganarse la vida para alimentar a sus familias.
Esta fue, precisamente, la paradoja que Hannah Arendt -escritora y filósofa política- puso en evidencia cuando publicó en The New Yorker una serie de reportajes sobre el juicio a Adolf Eichmann, nazi, autor intelectual del holocausto judío.
En aquella serie de reportajes -que más tarde se publicaron en forma de libro: ‘Eichmann in Jerusalem’- Arendt acuñó un término, ‘la banalidad del mal’, para referirse al riesgo que corren los funcionarios públicos de mediano y alto niveles que deciden separar sus principios de su trabajo diario.
Esa separación les permite tomar decisiones, obedecer órdenes y formar parte de un sistema autoritario de gobierno bajo el argumento de que simplemente están haciendo su trabajo; uno como cualquier otro, como el de un sastre o el de un zapatero.
Una óptica ilusa como aquella permite que el mal se cuele en las oficinas de la burocracia estatal, banalmente, en forma de un memo o de una llamada telefónica, cuenta Arendt.
El buen juicio de ese burócrata, que necesita de un trabajo para mantener a su familia, brillará cuando decida decir “No más. Hasta aquí he llegado”.