La recientetragedia de París ha confirmado que vivimos una guerra de culturas. Esta guerra estalló durante los años 90, en los Balcanes, un conflicto cuyas características fueron oportunamente anunciadas por Robert Kaplan en su ahora célebre reportaje, ‘The Coming Anarchy’, y luego sistematizadas por Samuel Huntington en ‘El choque de las civilizaciones’.
El origen de esta guerra de culturas está en la historia, argumentó Kaplan; es decir, en la incapacidad de los pueblos balcánicos –el punto de encuentro o de choque, como se quiera ver, entre Oriente y Occidente– de superar conflictos que se remontan a los tiempos de Filipo, rey de Macedonia.
(Kaplan llama “fantasmas” a este y otros personajes históricos porque, según él, siguen agitando la imaginación del pueblo balcánico).
Para Huntington, en cambio, esta guerra de culturas se produjo porque el derrumbe del Muro de Berlín puso en segundo plano las luchas ideológicas entre Este y Oeste –entre marxismo y capitalismo– y subrayó las diferencias étnicas de los pueblos de ambos hemisferios.
Luego de lo ocurrido en el Teatro Bataclan y, meses antes, en la redacción de Charlie Hebdo, me parece que el origen de esta guerra de culturas es mucho más complejo.
Se trata, a mi modo de ver, de una lucha entre la secularización, representada por Occidente, y el dogma religioso, encarnado por Oriente.
La secularización –como ha explicado el filósofo de Harvard, Sean D. Kelly– no es la ausencia de credos religiosos, pero sí la ausencia de certezas absolutas.
(Ahora, hasta los sacerdotes tienen problemas existenciales, dice Kelly, con una pizca de humor).
Llevada al extremo, esa falta de certezas puede conducir al nihilismo, es decir a la relativización de todo principio moral. Muchos jóvenes en Europa y Estados Unidos han sufrido, por culpa del libertinaje narcisista de sus padres, los efectos nocivos de ese nihilismo.
(“Las partículas elementales”, del novelista francés Michel Houellebecq, cuenta aquella historia).
Esos jóvenes buscan, en compensación, un set de creencias que les brinde un orden moral, un sentido de pertenencia y un significado a sus vidas y a sus muertes. Buscan lo que el nihilismo de sus padres les negó.
El problema es que están encontrando, en la versión más radical del islam, ese refugio moral que tanto anhelan, seguramente por los preceptos rígidos e indeclinables que impone a sus seguidores.
(Musulmán significa sumisión, explica Houellebecq).
¿Cómo dar un sentido profundo a nuestras vidas sin someternos al extremismo religioso? Esta es, con toda seguridad, la cuestión filosófica más urgente y complicada de responder en el mundo de hoy. Se trata de una guerra entre Atenas y La Meca, cuyo resultado ahora mismo es imposible de anticipar.