El 10 de diciembre conmemoramos el 65 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, hito fundamental en la lucha por la afirmación de la dignidad de todos. Se cumplieron también 20 años de vigencia de la Declaración y Plan de Acción de Viena, aprobados en la Conferencia Cumbre de 1993, que sintetizan el pensamiento universal acerca de las metas que deben orientar la defensa y promoción de los derechos civiles, culturales, económicos, políticos, sociales y del moderno derecho al desarrollo; y 20 años de existencia del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, encargado de velar por su vigencia universal.
Desde la Declaración de los Derechos del Hombre proclamada por la Revolución Francesa, el derecho internacional ha progresado notablemente, así como las concepciones políticas aplicadas para el ejercicio del poder en los Estados. Sus vectores fundamentales han sido la búsqueda de la paz y, para ello, la solución pacífica de los conflictos, y la afirmación de los derechos inherentes a la persona humana. Han surgido así las organizaciones internacionales como la OEA y la ONU -por citar solo las más conocidas- y un conjunto de más de 100 tratados y acuerdos relativos a los derechos humanos, instituciones encargadas de velar por su observancia y procedimientos cada vez más asequibles para que todos puedan recurrir a la protección nacional e internacional de sus derechos. No con pocas razones se ha dicho que el siglo XXI será caracterizado por colocar en la más alta prioridad la promoción y protección de los derechos humanos.
Así lo afirma la Constitución vigente en nuestro Ecuador, que acertadamente reconoce la naturaleza supraconstitucional de los acuerdos y compromisos vigentes en materia de derechos humanos.
Todos estos progresos, sin embargo, no han podido eliminar las concepciones que colocan al Estado por encima de los seres humanos. Si bien muchos imperios autoritarios han caído empujados por los anhelos de libertad de los pueblos, aún subsisten espacios de poder que buscan justificarse aduciendo la necesidad de garantizar la seguridad o la gobernabilidad eficaz de la sociedad. Y, lo que es peor, aún hay Estados democráticos que niegan, en la práctica, los derechos que proclaman. Si todos tenemos el derecho de opinar, de protestar y hasta de rebelarnos contra leyes o regímenes injustos, no cabe pensar entonces, en reglamentar las formas de expresión del pensamiento o en la represión y criminalización de la protesta social o en la abusiva supresión de las ONG.
Por supuesto, el ejercicio de los derechos humanos no puede utilizar la violencia ni basarse en la arbitrariedad o la irresponsabilidad. Implica mesura y, como límite infranqueable, el respeto de los derechos ajenos. Allí se dan la mano la paz y la libertad.