La alegría de Francisco es la alegría del evangelio, la alegría de una Iglesia en salida que sabe que su misión se encarna en los límites humanos, en las periferias, allí donde el hombre espera y desespera, donde trabaja, lucha y goza.
¡No saben cuánto he gozado con la última exhortación del Papa! Tanto por lo que dice, cuanto por cómo lo dice. Por recordarnos, sobre todo, que la Iglesia siempre está llamada a ser casa de puertas abiertas, acogedora y crítica al mismo tiempo. No una aduana en la que hay que revisar hasta el último rincón de la maleta, sino la casa paterna donde hay un lugar para cada uno con su vida a cuestas. El Papa repite muchas veces lo dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. Los hambrientos (y no solo de pan) están a la puerta…
La alegría de Francisco no es ingenua. Él sabe bien en qué crisis andamos metidos y atrapados. Sabe que muchas realidades del presente pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir. Impresionados por el bienestar, por la capacidad de consumo, por los avances tecnológicos, podemos acomodarnos en la epidermis de la condición humana, incapaces de llegar al fondo de la conciencia y del corazón. Cuando esto ocurre, fácilmente nos volvemos amnésicos y nos olvidamos de que la mayoría de nuestros hermanos vive precariamente el día a día, teniendo que luchar duro para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad.
A pesar de tanta muerte a nuestro alrededor, el mandamiento “no matarás” supone un límite claro a la violencia humana. Con la misma radicalidad tenemos que decir no a una economía de la exclusión y de la inequidad. Esa economía mata. Así lo siento cuando veo a tantos jóvenes (y no solo jóvenes) excluidos de la universidad, del trabajo, de las oportunidades maravillosas que la propaganda pregona a diestro y siniestro.
Una alegría lúcida tiene que ser consecuencia no solo de la armonía interior, sino también del compromiso de la vida ¡Cuidado con acostumbrarse a perder el asombro ante el evangelio de la justicia! Si nos alejamos de los pobres, nos desubicamos, pendientes solo de nosotros mismos. Hoy, las sociedades opulentas tienen que torear no solo sus inversiones, sino también sus patologías y, sobre todo, esa incapacidad para arriesgar la propia vida a favor de los pequeños.
Políticos hay (medio despistados, medio sectarios) que nos empujan a vivir encerrados en las sacristías, felices de que no nos preocupemos por la salud de las instituciones civiles o por los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. Se olvidan de que la fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de hacerlo más justo y solidario. La tierra es nuestra casa común y nunca nos quedaremos al margen en la lucha por la justicia, al margen del grito de los pobres y del clamor del corazón humano. Junto a los grandes proyectos estarán siempre los gestos más simples y cotidianos de la solidaridad, los que hacen de nosotros buenos ciudadanos y buenos cristianos. Esta es nuestra alegría… ¡la alegría de Francisco!