Ojalá soplaran unos vientos y aires cortesía de Michel de Montaigne (1533-1592), especialmente en tiempos de intransigencia aprobada y refrendada popularmente, especialmente en épocas de mirar para otro el lado, de hablar bajito en caso de que nos estén escuchando, de cambiar de tema cuando surja algún asunto espinoso. Parece que se necesita de Montaigne en tiempos de notorio retroceso de la tolerancia, en estos largos y grises ciclos de aborregamiento general, de reaparición de intelectuales orgánicos que lo justifican todo a toda costa, que inventan argumentos gimnásticos para refutar lo que hasta hace poco sostenían con vigor, que estructuran explicaciones inauditas para lo inexplicable. Ojalá se mecieran un poquito las cenizas del Montaigne agente de la moderación, de la racionalidad, de la convivencia en condiciones de ciertos grados de sensatez política.
Por eso los ensayos de Montaigne son verdaderos intentos de construir pensamiento sinceramente independiente, no sujeto a las ataduras de la religión o a las ligaduras del prejuicio, pensamiento no lisonjero con el poder político del momento. Por eso también, los ensayos y el ejemplo de Montaigne, se leen y mantienen su significado luego de tanto tiempo, luego de que la historia demuestra hasta la saciedad que quien tiene poder siempre querrá acumularlo, blindarlo y concentrarlo. Como si se tratara de esta misma coyuntura, lo dice Jacques Barzun, “Montaigne vivió en una época de personas convencidas de que ellos, y sólo ellos, estaban en posesión de la verdad, comunicada directamente por Dios; y estos propietarios de la verdad disentían todos entre sí.” ¿Se imaginan a Michel de Montaigne, que perfectamente habría podido vivir de sus rentas en total tranquilidad y sin pasar a la posteridad, encerrado en la torre de su castillo, labrando y repujando máximas latinas en las vigas, dedicado a tender vasos comunicantes entre el mundo clásico y el renacimiento? ¿Se lo imaginan, en espléndido aislamiento, consagrado solamente a leer y a escribir? Él mismo lo describió así: “Mi biblioteca es mi reino y en ella trato de que mi gobierno sea absoluto.” O como mejor diría Jorge Edwards, “Escribir en el tercer piso de la torre de Montaigne, mirando de vez en cuando el paisaje por los boquetes de las ventanas, paseando, abriendo un libro, bajando a estirar las piernas, a tomar unos sorbos de vino de Castillon o de Saint-Émilion, me parece una de las formas más perfectas de felicidad que puede concebir un ser humano.” Es que Michel de Montaigne -creo que sobre todo- tenía perfectamente claro el papel de superioridad de la inteligencia sobre el poder, la posibilidad de que el poder, ejercido de forma histriónica y exagerada termine por coquetear con la comedia y con la farsa.
Quizá por eso escribió que “Es común ver que las buenas intenciones, conducidas sin moderación, empujan a los hombres a actos muy viciosos.”