El rol esencial asumido por los bancos centrales –de custodiar la trayectoria los precios– seguramente ha terminado. La última ola de globalización, iniciada en 1989, con la caída del Muro de Berlín, trajo consigo un consenso que estuvo vigente hasta hace muy poco: que es saludable para una economía mantener una inflación de aproximadamente 2% anual.
Nueva Zelanda fue uno de los primeros en establecer programas monetarios que buscaban alinear las expectativas de los agentes con ese objetivo inflacionario. Se produjo abundante literatura en torno a los beneficios de tener una inflación baja y se diseñaron las reglas monetarias que debían seguirse para que eso ocurriera.
Aquellas medidas intensificaron los flujos comerciales y financieros entre los países porque el riesgo cambiario se volvió más manejable gracias a que la trayectoria de las tasas de interés –la variable controlada por los bancos centrales– se hizo más predecible. Pero esa libre movilidad de capitales tambien trajo problemas: los sistemas financieros se volvieron más proclives a las crisis porque eran sujetos de entradas y salidas abruptas y masivas de dinero.
El primer episodio ocurrió en 1997, con la denominada Crisis Asiática. Una nueva crisis se produjo en 2008, en EE.UU. principalmente. Esta vez, las autoridades del banco central norteamericano (Fed) tomaron un rol activo, inyectando cantidades astronómicas de liquidez y bajando las tasas de interés a niveles negativos.
Ahora que la crisis ha quedado atrás y que el Fed ha empezado la “normalización” de su política monetaria, los agentes se muestran renuentes a aceptar la agenda planteada. Hay temor de que una subida demasiado acelerada de las tasas pueda provocar un colapso del mercado de acciones que, por lo demás, se encuentra en niveles extraordinariamente altos.
La crisis de 2008 hizo que el rol de los banqueros centrales ya no ha consista únicamente en guiar la trayectoria de los precios, sino también en gestionar crisis financieras. Europa también es ejemplo de aquello.
Allí, los agentes se comportan como si el Banco Central Europeo (BCE) fuera a subir el costo del dinero pronto, aunque Mario Draghi, su presidente, insista en que “la inflación sigue deprimida”.
Pesará más la necesidad de contener una crisis financiera que podría sobrevenir por la abundancia de “dinero fácil” que circula, antes que cumplir con el objetivo inflacionario fijado. (En el BCE ya hay voces que dicen que no hace falta cumplir con una meta de inflación y que es suficiente tener estabilidad en los precios).
Así las cosas, el banquero central tradicional –un tecnócrata independiente– pronto será reemplazado por una figura más maleable y dependiente del poder político.