La novela de Mary Shelley escrita en 1818 contiene un mensaje triste y a la vez peligroso. Se trata de la creación de una vida que en su monstruosidad es un estigma a una sociedad que excluye a los desiguales, pero que por su desproporción, debe ser eliminada. Por eso, es necesario preguntar si la Asamblea Constituyente no hizo un experimento similar al crear el Consejo de Participación Ciudadana, no en cuanto a iniciar una nueva forma de democracia, sino considerando las pode-rosas facultades que otorgó a esa vida que succiona casi todo el poder del Estado, en detrimento de las funciones Ejecutiva y Legislativa.
Es conocida la filosofía política de la participación ciudadana en sustitución, complementaria o por encima de la democracia representativa. El problema es que un cambio de esa de esa naturaleza no solo es jurídico, sino básicamente cultural. Mientras que la democracia tradicional implica una relación directa entre el pueblo que elige y sus representados, en la nueva modalidad predominan las formas abiertas y voluntarias, es decir depende de la discrecionalidad ciudadana y, obviamente, de los atentos intereses políticos que están al día de los vaivenes del poder y no perderán esta oportunidad, frente la desidia de una comunidad que en una gran mayoría desconoce esta función.
Pero si el pueblo desconoce las facultades de esta vida de laboratorio, mucho más lo ignora el Presidente de la República y los legisladores, que permitieron que en Montecristi les arrebataran sus funciones y se las endosaran a un organismo sin su control. Ellos, los del Consejo, decidirán sobre los principales funcionarios de Estado (Fiscalía General, Procuraduría, Superintendentes, etc.). Sería ingenuo en extremo, suponer que se trata de un organismo angelical, inmune a los intereses políticos y donde se decidirá el curso o rumbo de la República.
En consecuencia, no debe descartarse que un partido, un movimiento o tal vez un grupo de versados estrategas, sin tener los votos de las urnas del Presidente o de los asambleístas accedan a un poder subterráneo mucho más grande, directo y eficiente por intermedio de una entidad poco conocida.
En una de las películas que distorsiona el libro de la novelista, transcurre una escena en la que un conserje del científico por error escogió un cerebro maligno en vez de uno bondadoso para insertarlo en la creatura al que se le iba a proporcionar vida desde la tierra. ¿No habrá pasado algo igual en la Asamblea Constituyente de Montecristi? Aunque algunos altos funcionarios del Estado ya empiezan a pensar en la reelección, que es el principal virus que afecta al socialismo del siglo XXI, desde Caracas hasta Buenos Aires, mas les valdría evaluar la posibilidad de una reforma constitucional que logre neutralizar el poder del Consejo de Participación Ciudadana en una democracia tan frágil como la nuestra.