Jaime Costales Peñaherrera, en uno de los jardines de la Universidad San Francisco de Quito, institución en la que es profesor desde 1993. Además de enseñar, le gusta escribir. Foto: Pavel Calahorrano / EL COMERCIO
Esta conversación sobre la indolencia, con Jaime Costales Peñaherrera, tiene por escenario un recinto universitario de pasillos desiertos. El silencio y los vientos de verano son nuestra única compañía, y, de hecho, es propicia para hilar las ideas sobre un tema cuyo entramado es complejo.
Las últimas semanas, las cifras descorazonadoras de las muertes -por decenas- en accidentes de tránsito, los cada vez más brutales femicidos que hacen noticia o la multiplicación de las pistas sobre cómo la corrupción ha hecho metástasis en el aparato estatal detonaron la necesidad de tratar de entender por qué estas barbaridades continúan ocurriendo, a vista y paciencia de todos; lo cual podría retratarnos como un sociedad de malvados indolentes. Pero no es tan simple, y Costales Peñaherrera ha desarrollado una teoría al respecto.
¿Qué necesitaría el Ecuador para dejar de ser indolente ante la corrupción, ante la violencia machista, ante los accidentes de tránsito que matan a miles de personas cada año?
Un liderazgo inspirador que ayude a cambiar la estructura de la mentalidad colectiva en sus rasgos negativos.
Al buscar ese liderazgo, ¿no volvemos a la figura del caudillo?
No.
Entonces…
Es un liderazgo transformacional, que significa no canalizar toda la decisión y los procedimientos de transformación en una persona o en un grupo; se trata de un liderazgo plural que hace una psicopedagogía social para fomentar la resiliencia. Eso quiere decir: incrementar la capacidad de respuesta proactiva del ciudadano común.
Evolutivamente, ¿para qué nos sirve la posibilidad de ser indolentes? Porque se supone que somos seres sociales, solidarios.
La indolencia es resultado de un sistema social de maltrato. Entonces cuando el maltrato es permanente y en distintos ámbitos: familia, escuela, religión, política, economía… hace que la psicología individual y colectiva se vuelva pasiva, porque genera una sensación de indefensión.
¿Nos anulamos?
Sí, es una anulación existencial. El desamparo le hace creer a la gente que está bajo un destino que es como una loza que le aplasta, sobre la que no tiene poder.
Es decir que no somos indolentes por malos, ¿sino porque estamos heridos?
Sí. Es una herida emocional colectiva.
¿O sea que la indolencia evolutivamente no serviría para nada?
Sí tiene una utilidad, pero paradójicamente es más el costo que el beneficio que trae. La utilidad está en que la gente se adapta a las circunstancias. Esa es la ventaja, que se sobrevive, pero malviviendo: en miseria, en desesperación, en la queja constante e improductiva, en la falta de acción creadora para solucionar las cosas.
Es decir que la indolencia no sería necesariamente falta de empatía, ¿cierto?
No, no. La falta de empatía puede ser uno de los componentes, pero no es el único, ni está en todos los casos. La indolencia como desamparo viene históricamente condicionada en el caso ecuatoriano. En síntesis, en el Ecuador hemos tenido conquista incásica, luego española, y en la etapa republicana ha habido distintos sistemas autoritarios con mucha violencia física y cultural, ¿no? A todo nivel. Y eso deja lo que mis padres, los
antropólogos Costales, llamaban “mentalidad de concierto”.
¿En qué consiste?
Los conciertos eran grupos humanos que vendían su fuerza de trabajo para que el dueño de la tierra les ampare. Pero todo dependía de él, del dueño. Al punto que el señor decidía con quién se casaba el concierto. O sea, no tenía autonomía existencial. Esa pérdida radical de autonomía es la mentalidad de concertaje, que persiste hasta ahora.
¿Cuál diría que, en Ecuador, es la mejor escuela para ser indolentes?
Es que son múltiples. Por ejemplo, la familia maltratante que le da al niño la imagen de que es inútil, de que no puede por sí mismo resolver las cosas, sino que alguien con autoridad le va ‘a dar resolviendo’. Una religión malentendida, cualquiera sea esta, que le hace al ciudadano esperar por algo superior que le solucione las cosas y le vuelve más pasivo. Un sistema educativo en cual el estudiante no es entrenado para pensar por sí mismo ni desafiar ni promover alternativas, sino para tomar dogmáticamente la línea que le den. Relaciones de pareja en las que alguien se somete a las decisiones del otro fomentan la pasividad.
¿La indolencia también es un escudo contra el dolor emocional?
Sí. Cuando hay muchas heridas psicológicas, emocionales, producidas por un sistema de maltrato global de distintas vertientes, ese desvalimiento, ese dolor emocional, pueden provocar una reacción de parálisis emocional para amortiguar el dolor y eso lleva a la inacción. Estás sobreviviendo inactivo y esperando pasivamente. Es lo que Erich Fromm llama esperanza pasiva, eso es la indolencia. Pero la gente sí tiene esperanza.
Y, de hecho, quiere que cambien las cosas.
Más aún, todos los días se queja. Usted va en el bus o está en la cola del banco y todo el mundo se queja.
Qué pena cómo matan a las chicas, qué horror cómo se muere la gente en las carreteras, qué espanto cómo nos roban… Pero no hacemos nada al respecto.
Esa es la esperanza pasiva. Lo que yo llamo queja improductiva o queja estéril. En cambio, la esperanza activa es la re-
siliencia. Usted tiene la esperanza o un pueblo tiene la esperanza de que las cosas mejoren y hacen un trabajo intenso, inteligente, creativo, gigantesco para que cambien. Eso es resiliencia.
¿En qué situaciones o ante qué hechos a usted le parece que es imperdonable la indolencia?
La indolencia es imperdonable frente a la injusticia evidente. Por ejemplo, con la corrupción, tanto pública como privada, porque es un harakiri que nos hacemos socialmente. Es un autoatentado.
Al no castigar al corrupto, ¿nos autocastigamos?
Por supuesto, porque la corrupción a gran escala, pública y privada, tiene el efecto del empobrecimiento masivo y la pérdida de oportunidades, el deterioro de la democracia, el daño de las instituciones. Es un colapso social. La indolencia contra la violencia es otro crimen social, porque nos volvemos observadores pasivos.
¿Cómplices?
Hasta cierto punto, sí.
Si uno sabe que el vecino le pega a la esposa, o que la vecina les pega a los hijos, y no hace nada, es casi como estar participando de esa violencia, ¿no?
Claro, es como participar de la violencia de alguna manera. O la indolencia frente a esa brutal forma de asesinato masivo que es el tránsito descontrolado. O ante el daño ambiental. Lo que sucede es que los ciudadanos van acostumbrándose. Al principio protestan, pero de tanto repetir la protesta se vuelve ya parte del paisaje y no pasa nada; y se recae en el círculo de desamparo aprendido.
¿Con qué cree que solemos ser más indolentes los ecuatorianos?
Con la manipulación política, con la corrupción política. Hay una sensación general de: “siempre ha sido así” o “así mismo es”. Incluso hay una frase que utilizan los adolescentes y los jóvenes que expresa mucho la indolencia: “ya nadafff”. Esa es una forma de resignación, como decir: ya no puedo hacer nada, porque nada va a cambiar.
Qué sensación horrible.
Y claro, se lo dice entre risas; es como una forma de hacer broma, pero se va interiorizando de tanto repetir. Se va asumiendo que ya nada se puede cambiar.
Si pudiera identificar o escoger una actitud aún más odiosa que la indolencia, ¿cuál sería?
El derrotismo. La indolencia es un paso previo al derrotismo. La indolencia es pasividad, casi indiferencia, falta de empatía, una mezcla de aspectos personales y sociales, pero el derrotismo es asumir que el destino es trágico para siempre y que ya nada se puede hacer, o sea: ¡ya nadafff!
Jaime Costales Peñaherrera
Quito, 1958. Antropólogo social por la PUCE, máster en clínica social por la U. de León (España), PhD en Ciencia Política por la Complutense de Madrid y PhD en política y gobierno por la U. Católica de Córdoba (Argentina). Profesor en la U. San Francisco de Quito, su área de especialización es la psicología social. Ha publicado alrededor de 30 libros.