Un testimonio excepcional de la sociedad de la segunda mitad del XVIII. El memorando para la corona española trascendió al publicarse en 1826. Foto: wikiwand.com y pinterest
Cuando en 1734 la Real Academia de Ciencias de París decidió enviar una misión geodésica para medir el arco de un meridiano sobre la línea ecuatorial, en la provincia de Quito, virreinato del Perú, no tuvo problemas al gestionar la autorización del rey español Felipe V quien, entusiasta, se comprometió a coauspiciarla. Sentía especial simpatía por la institución académica fundada por su abuelo Luis XIV, el rey Sol.
Para efectos de acompañamiento se designó a los jóvenes guardiamarinas Jorge Juan y Santicilia, y Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral, de 21 y 19 años, respectivamente, a fin de “tomar parte en tan grande obra, que bastase a asegurar su ejecución contra los peligros de la guerra, y contra las contingencias de mar y tierra”.
A diferencia de los geodestas franceses Godín, Bouguer y La Condamine, todos entrados en la treintena, muy competitivos entre sí, los bisoños marinos fueron complementarios y mantuvieron un espíritu de colaboración que los condujo a publicar de forma conjunta la obra posterior. Juan sería el relator de lo matemático y lo hidrográfico, mientras que Ulloa se ocuparía de la parte histórica, naturalista y geográfica.
El mayor legado de Juan y Ulloa sería su ‘Noticias Secretas de América’, un memorando reservado dirigido a la corona que consta de dos tomos: el primero, “Sobre el estado militar y político de las costas del Mar Pacífico”; el segundo, “Sobre el gobierno, administración de justicia, estado del clero y costumbres entre los indios del interior”.
La obra constituye un testimonio excepcional sobre el estado de la sociedad colonial al promediar la segunda mitad del siglo XVIII. Destaca su dura crítica a la precariedad de las defensas navales en la costa sudamericana, así como al abuso de ministros, corregidores y clero, en general, que se beneficiaban de corruptelas, incluida la explotación de los indios sometidos a formas de esclavitud. También, al mal gobierno que justificaría el movimiento independentista.
Guayaquil era considerado como el puerto más estratégico e importante del subcontinente, toda vez que su astillero disponía de “espesos bosques cercanos” donde se cortaba la madera necesaria para la construcción de naves de guerra o mercantes, de variado tonelaje.
De las especies, el guachapelí “era la (madera) más admirable descubierta hasta el momento, porque es muy sólida y fibrosa”, y se utilizaba en el casco. El roble amarillo, si bien no era de la resistencia del europeo, era útil para la tablazón de cubierta. Las arboladuras, mástiles y vergas se hacían de madera María, ligera y flexible. El canelo, que es duro y pesado, se empleaba en las quillas y otras piezas que requerían fortaleza, al igual que el mangle, reputado por ser incorruptible al agua. A la vez, la estopa de coco y el sebo de res servía para sellar las juntas.
El resto de materiales era generalmente importado. El hierro, del Viejo Continente, aunque por su elevado coste podía optarse por el de Nueva España (México), de menor calidad, de donde se traía además la brea y el alquitrán para calafatear, aunque eventualmente se utilizaba el cope de la península de Santa Elena.
Las jarcias provenían de Chile, donde existía un cáñamo de superior calidad al del norte europeo, en tanto que las lonas para el velamen se fabricaban de algodón en Cajamarca y Chachapoyas, en el Perú.
El astillero quedaba dos kilómetros aguas abajo del río desde donde terminaba la Ciudad Nueva, que se había desarrollado desde finales de siglo XVII. En el momento de la visita de los marinos españoles, el jefe del astillero era un hombre de raza negra, al igual que muchos de los que se ocupaban tanto del corte como de la carpintería y armada de los buques.
Por la calidad de sus maderas, los barcos guayaquileños duraban a flote hasta más de 80 años, mientras que los europeos apenas pasaban de 50. Juan y Ulloa conocieron un bajel de nombre Cristo Viejo del cual se había perdido memoria desde cuándo navegaba.
No se utilizaba plano alguno para la construcción, todo se hacía al ojo. Los más grandes tenían varias cubiertas y acomodaban hasta 60 cañones, pero la mayoría eran embarcaciones pequeñas para la singla costera.
El comercio de cacao con Panamá y de maderas con Perú solía hacerse con balsas de cinco a nueve troncos de doble velamen, que transportaban entre 400 y 500 quintales hasta Puná, donde se transbordaba a los buques que normalmente anclaban en la entrada del Golfo de Guayaquil, evitando el riesgo de varamiento en los bajos del río.
El abastecimiento de harinas se hacía desde la Sierra, mientras que vinos, aguardiente, aceites y otros géneros provenían de Lima. Desde Panamá se recibía variada mercancía de Europa y China, que solía ser introducida de contrabando por Atacames, Manta y Santa Elena, para ser distribuida en las poblaciones del interior de la Real Audiencia de Quito, llegando hasta la misma capital virreinal.
El movimiento de caudales por este comercio ilícito era tal que cuando en 1741 el corsario inglés George Anson tomó el pequeño puerto de Paita, al norte del Perú, con sus mermadas fuerzas, luego de perder dos buques de su flota en el cruce de Cabo de Hornos, se encontró para su sorpresa con una verdadera fortuna de setenta mil pesos de oro. Pero no tuvo la audacia de seguir a Guayaquil con lo cual, al decir de ‘Noticias Secretas’, se hubiera apoderado del control del Mar del Sur, por la siempre escasa presencia de buques de guerra españoles.
Por razones económicas, la corona defendió sus colonias americanas con un sistema de milicias y solo excepcionalmente con unidades regulares del ejército o la marina.
Las sublevaciones indígenas eran recurrentes por el malestar que generaba el tributo anual a todos los varones de entre 18 y 55 años, que se cobró entre 1523 y 1811, cuando fue abolido por las Cortes de Cádiz. La mera actualización de los padrones era motivo de agitación y protesta (representaba casi la mitad de los ingresos de la Real Audiencia de Quito).
Se pagaba ocho pesos por individuo, cuando el salario anual por servicios en haciendas de sembrío, ganado mayor, rebaños u obrajes (hilanderías), era de 18, bajo el justificativo que servía para sufragar el coste de los curatos y del Protector Fiscal, defensor de los indios. Sin embargo, con el cargo que hacía el patrón por proveerle de capisayos (su rústica vestimenta) y del maíz que hacía falta para alimentar a la familia porque la producción de su chacra era insuficiente, terminaba con un déficit que se acumulaba en una deuda impagable.
Por su lado, los corregidores que se ocupaban de la recaudación por cuenta de la corona hacían su agosto al reportar un número inferior de contribuyentes, registrándolos como “ausentes, impedidos o incobrables”.
“La tiranía que padecen los indios nace de la insaciable hambre de riqueza que llevan a las Indias los que van a gobernarlos… exigen de ellos más de lo que pudieran sacar de verdaderos esclavos suyos”, denuncia ‘Noticias Secretas’.
El clero regular y secular padecía frecuentemente de la avaricia. Y encontraba oportunidad de lucrar con ofrendas en las festividades del santoral o en los responsos de difuntos. Según dan cuenta Juan y Ulloa, un cura quiteño reconoció que “recogía todos los años más de 200 carneros, 6 000 gallinas y pollos, 4 000 cuyes y 50 000 huevos”.
Solía mantener trato mundano con mujeres, no siendo extraño que oficiaran misa acompañados por un hijo de monaguillo.
En particular, Ulloa y Juan mantienen una opinión muy conceptuosa de los jesuitas por su compromiso como educadores y misioneros, al igual que de la administración de sus explotaciones agrícolas y agropecuarias, incluidos importantes ingenios azucareros en Imbabura y el Chocó, cuya renta permitía financiar su obra pastoral.
La animadversión existente entre los españoles (chapetones) y los criollos es motivo de sesudos comentarios. “Las poblaciones son el teatro público de los dos partidos opuestos, los cabildos donde se desfoga su ponzoñosa enemistad más irreconciliable, y las comunidades continuamente se ven inflamados los ánimos con la violenta llama del odio”, anotan.
Recomendaban que desde los virreyes para abajo, todas las autoridades fueran escrupulosamente seleccionadas a fin de evitar que tomen partido, manteniéndose como árbitros del conflicto.
El destino quiso que la enjundiosa memoria no se mantuviera arrumbada en un recóndito estante de la corte, y que gracias al británico David Barry, simpatizante de la independencia criolla, fuera “sacada a la luz para el verdadero conocimiento del gobierno de los españoles en la América Meridional” en 1826; publicación que se haría cuando sus leales y discretos autores habían bajado a la tumba.
*Periodista, historiador.