Panorámica del Campamento Minero de Portovelo, en la década de los años 30. Foto: cortesía de Roy Sigüenza
En 1916, un viaje en barco entre Nueva York y Guayaquil, con una parada obligatoria en Panamá, duraba no menos de tres semanas. Si el destino final del viajero era Portovelo, el traslado se extendía una semana más, un tramo en un buque de vapor, hasta Santa Rosa y otro -el final- a lomo de mula, por caminos de herradura.
A este tipo de travesías se acostumbraron decenas de estadounidenses que, durante la primera mitad del siglo XX, convirtieron al Campamento Minero de Portovelo, manejado por la South American Development Company (SADCo), en su hogar. Entre esos viajeros estuvo Alice Lovell Kellogg, que vivió en estas tierras durante 12 años, junto a su esposo Lee Kellogg y sus hijos Norman, Jack, Ruth y Mary.
Después de su regreso definitivo a Estados Unidos, esta neoyorquina publicó las memorias de su vida en Portovelo. El texto, un folleto de edición y circulación limitadas, fue impreso en Estados Unidos.En un comienzo, sus únicos lectores iban a ser sus familiares y los amigos que había hecho en el campamento.
Eso cambió el año pasado, cuando el Centro de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Ecuador lanzó ‘Alice Lovell Kellogg Viajera’, la primera edición en español de este libro de memorias, que ahora puede ser leído como un documento histórico sobre la vida en el sur del país, a inicios del siglo XX.
Los artífices de que una nueva generación de lectores tengan acceso a estas memorias fueron el escritor ecuatoriano Roy Sigüenza, editor del libro, la traductora Betty Aguirre-Maier, una académica de la Universidad de Utah y Andrea Carrión, que encontró la edición príncipe de este libro, en la casa de John Tweedy, mientras se documentaba en Estados Unidos sobre la legislación minera en el país.
La narración comienza con la decisión de apoyar a su esposo para que acepte la oferta de ser el asistente de Andrew Melick Tweedy, ingeniero de minas de la Universidad de Columbia, que asumió la Gerencia General de la SADCo, en 1916, y continúa con la narración de los detalles de la travesía que emprendieron parar llegar a Portovelo.
Mujeres en el balcón donde funcionó el Club Minero, primeras décadas del siglo XX. Foto: cortesía de Roy Sigüenza
Estas memorias están pobladas de descripciones inolvidables de lugares que han cambiado de forma radical con el paso del tiempo. Una de ellas es la que hace del río Guayas. “El río por sí solo era interesante, con densos bancos de creciente jungla e islas de jacintos flotantes y sus botones azul violeta, moviéndose de atrás para adelante al vaivén de la marea, lentamente desintegrándose y siendo constantemente reemplazados por otros”.
Como apunta Sigüenza, en el prólogo del libro, Lovell Kellogg tiene en su narración varios usos poéticos del lenguaje, “así como un uso frecuente del diálogo y la descripción acuciosa, sin olvidar las posibilidades reflexivas”, que responden, por una parte, a su formación en Artes Liberales, en la Bryn Mawr College y, por otra, a su convicción de la importancia de los espacios de independencia para las mujeres.
Las memorias avanzan con la narración de la vida cotidiana en el Campamento Americano, que era parte del Campamento Minero de Portovelo, sobre todo, de la relación que tuvo con Adela, Carmen, Cristina y Cleofe, cuatro mujeres que trabajaron en su casa como empleadas domésticas. A varias de ellas llegó a considerarlas sus amigas, al punto de mantener correspondencia después de haber abandonado el campamento.
La autora lanza algunas reflexiones interesantes sobre la situación de estas mujeres. “El mayor problema con ellas eran (¿dónde no lo es?) los hombres. Se enamoraban e insistían en casarse con hombres que sabíamos no se las merecían”.Sobre Cleofe, por ejemplo, apunta que: “Sufría mucho. Su esposo no ganaba lo suficiente y los hijos venían uno tras otro, pero ella se manifiesta digna: ‘cocía’ mucho en el pueblo y siempre estaba lista para ayudarme. Ella fue de mis buenas amigas de quien hablé antes”.
Su narración también incluye pasajes sobre sus gustos y disgustos por la gastronomía local. Habla sobre su aprendizaje para obtener sal o azúcar refinadas, para moler y tostar café y sobre las diferencias entre la alimentación de los ecuatorianos y estadounidenses, a quienes -asegura- les gusta de forma particular la cecina.
La primera edición en español fue publicada, el año pasado, por el Centro de Publicaciones de la PUCE. La edición la realizó Roy Sigüenza y la traducción, Betty Aguirre-Maier. Foto: cortesía Roy Sigüenza
El complejo minero-industrial que construyó la SADCo en Portovelo también es parte de su narración. La autora da cuenta, y este es otro de los aportes de sus memorias, de la modernidad que se vivía en el lugar. El campamento contaba con un hospital, un club, un cine teatro y canchas deportivas donde se jugaba tenis, fútbol americano, básquet y soccer.
Esta comunidad se convirtió, sin duda, en una de las más modernas y globales de inicios del siglo XX en Ecuador. Hasta Portovelo y sus alrededores, como cuenta Sigüenza, no solo llegaban ‘gringos’ sino también rusos, chinos, alemanes, húngaros, españoles, italianos, franceses y latinoamericanos de todas partes.
En estas memorias también aparece el espíritu viajero de Lovell Kellogg. La autora y su familia aprovecharon varias de sus vacaciones para recorrer el sur del país y varios territorios de la Amazonía ecuatoriana. Otra vez salta a la vista la descripción detallada y poética de los paisajes, como parte de su impronta literaria.
En este campamento ocurrieron dos huelgas generales de trabajadores. Una en 1919 y otra en 1935. La última fue ampliamente documentada por Ricardo Paredes Romero, en la monografía ‘Oro y sangre en Portovelo’. De la primera no se hubiera conocido nada, si no fuera porque Lovell Kellogg también habla de ella en estas memorias.
Sigüenza sostiene que el país le debe a la autora la única versión, si bien desde el lado patronal, que existe de la primera huelga general de trabajadores en la historia del Ecuador, ocurrida en agosto de 1919.
Por su parte, Aguirre-Maeir sostiene que seguir este relato nos acerca a un período socio-histórico, político y cultural de una zona del Ecuador de la que es muy difícil saber debido a la casi nula publicación durante esas décadas. “Es un texto que habla del Ecuador visto desde lo íntimo y lo privado y lo público y lo social de una época de intensos cambios”.
Conocer cómo los extranjeros veían a los ecuatorianos del siglo XX, a través de sus testimonios, siempre será un aporte para el debate sobre la identidad local. Y en el caso de la mirada de Alice Lovell Kellogg, también un espacio para hurgar en el pasado de un lugar del país que al parecer es una mina de historias que ha sido poco explotada.