Quienes se encuentran en albergues y refugios, en la zona afectada por el terremoto, se sienten de cierta manera desposeídos de su intimidad. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO
Cuando se habla de intimidad en los albergues, más de una persona suelta una risa nerviosa. Las familias que viven en campamentos (7 319 hasta el jueves 19, según la Secretaría de Gestión de Riesgos) relacionan este término con la vida sexual y, apenas en muy pocos casos, con mantener espacios para disfrutar de la privacidad.
Por ejemplo, María Esmeralda vive ahora al filo de la carretera, en La Chorrera, después de que su casa se derrumbara. En su nueva vivienda comparte espacio con su familia inmediata: seis personas. Pero a sus costados se extiende una larga hilera de asentamientos irregulares de todos los moradores de la zona. A ella no le molesta vivir así, dice que pasa casi todo el día sola.
Dos de sus hijos viven a unas carpas de distancia; uno de ellos con su propia familia. Otro, Miguel Marmolejo, decidió independizarse y buscar su propio espacio porque sí quiere tener intimidad. Sin embargo, todo esto se diluye cuando se trata de utilizar los baños.
Las letrinas y duchas improvisadas, pero funcionales, son compartidas por todos los lugareños. Entre risas, comenta que les tocó poner cerramiento plástico en las duchas porque la Policía que custodia la zona les prohibió bañarse frente a la vía pública.
El coronel Hernán Carrillo, a cargo de la Policía en Pedernales, señala que por respeto se han tomado medidas especiales, algunas sugeridas por la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur), quienes son especialistas en el manejo de albergues. Pero en Pedernales también juega una parte importante la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Además, el Ministerio del Interior tiene por norma no juntar a desconocidos en las carpas que deben ser compartidas o que estén muy cercanas. La intención es que sean grupos de la misma familia o, si es necesario compartir la carpa, los mismos vecinos de su hogar anterior, que generalmente se conocen de hace mucho tiempo y tienen una cierta sensación de familiaridad.
Otra de las medidas es que, en los campamentos, las rondas de seguridad y la vigilancia y control de las áreas privadas y comunales, como baterías sanitarias y duchas, estén en custodia de oficiales mujeres.
La psicóloga Andrea Gómez, quien hace una semana trabajó en Manta como voluntaria, explica que con frecuencia escuchaba que los albergados, de cierta manera, se sentían desposeídos de su intimidad. Para ella, en estos casos urge la creación de espacios más independientes ya que, a la postre, este tipo de convivencia causa altos niveles de estrés, los cuales podrían resultar en actos violentos entre la población.
La intimidad va más allá de la convivencia familiar. Para las personas que ahora ocupan albergues y refugios, e está relacionada con la vida íntima. Y es allí cuando aparece más de una problemática.
Una muestra es lo que cuenta Ana, quien ahora vive en el albergue estatal de Jaramijó. Hace unos días, se encontraba en la intimidad con su esposo en su tienda del campamento, cuando unos niños abrieron una de las ventanas, las cuales se aseguran desde el exterior. Un poco sonrojada, ella cuenta que fue una de las peores experiencias que ha vivido.
Para Gloria Mero, dirigente del albergue informal de Jaramijó, en estas últimas semanas las parejas han aprendido a vivir nuevos momentos de intimidad. Cuenta que la playa se ha convertido en la confidente de muchos y que, cuando baja la marea, sube la afluencia de parejas enamoradas.
En cambio, seis de los 38 adolescentes (contabilizados hasta el 11 de mayo) que se encuentran en el albergue de Jaramijó afirman que ha sido una experiencia completamente nueva. En sus casas, ellos podían pasar a solas con sus parejas. Ahora no, y como lo cuenta Alejandro L.: “tenemos ganas de meternos a las carpas vacías con las chicas del albergue”. Ellos quisieran nuevamente encontrarse a solas con sus novias.