Una nueva publicación recoge el trabajo de casi 30 años de la artista en talleres de bordado que crean comunidad. Foto: Cortesía
Toda ética tiene una estética y viceversa: una perogrullada. Y en ‘Tejido’ este aserto tan evidente cobra materialidad y resume una trayectoria de más de 40 años de una de las artistas plásticas fundamentales del Ecuador: Pilar Flores (Quito, 1957). Pero ‘Tejido’ no es una retrospectiva, sino un libro que cumple con la delicada labor de dar cuerpo a una filosofía de vida; ahí radica su cualidad compiladora.
Con ‘Tejido’, que se presentó a finales del mes pasado como libro, pero que en realidad es un trabajo de campo y un ejercicio de pensamiento que lleva casi 30 años en desarrollo, Flores se inserta en el registro del arte social; una práctica muy contemporánea. Como lo es también la reivindicación de los oficios; entre ellos el bordado y el tejido, sobre los cuales una institución clave de la modernidad como la Bauhaus arrojó luz al dotar de nuevos significados, en el contexto del arte y el pensamiento, a las manualidades.
En los años 20 del siglo XX comenzó esta reivindicación, con la Bauhaus liderando esta empresa, que vista en retrospectiva fue por igual quijotesca y potente. Con Gunta Stölz a la cabeza del departamento textil de esa institución a partir de 1925, la perspectiva sobre los textiles cambió; y aunque la propuesta y la producción de la Bauhaus era industrial, esas características no iban en desmedro de la calidad artística de sus objetos ni de la condición de artistas de sus autores.
Pero Flores no está planteando este debate con el proyecto que inició en los años 90. Por el contrario, a Flores le interesa, por sobre todo, generar espacios de encuentro. Le ha tomado tiempo elaborar este tejido hecho de personas que de distintas formas la secundan en esta utopía.
Decenas de telas de 20cm x 20cm, bordadas y retratadas a lo largo del libro, funcionan a la vez como vehículo de su deseo de aunar, pero también como objeto de expresión de esta voluntad de crear comunidades: intelectuales, emocionales, estéticas… Como la misma artista explica en las primeras páginas del libro, su idea de trabajar con hombres y mujeres de distintos lugares, condiciones, intereses y edades busca propiciar una “presencia consciente” en cada participante; esa es su forma de hacer comunidad, de hacer arte social.
A diferencia del arte social más conocido y practicado que trabaja sobre un problema social en concreto como la violencia contra la mujer, los conflictos identitarios o que combate al racismo, la explotación sin freno de los recursos naturales, etc., Flores plantea algo más difuso y complejo a la vez: edificar comunidades de paz y propiciar el reconocimiento de los unos a los otros. Tarea titánica e inasible, quizá posible por momentos, y avistada nítidamente en los espacios de meditación, como aquellos en que los convidados a sus sesiones de bordado (colectivo o en solitario) se sumergen.
Estas sesiones remiten a otros momentos importantes del arte moderno pero más que nada del contemporáneo, en el cual ya es incontable la cantidad de artistas abocados a este tipo de prácticas que cuestionan y eliminan las jerarquías respecto de qué es arte y qué artesanía; y que posiciona a actividades tradicionalmente vistas como ‘de mujeres’ en los espacios del arte.
Proveniente de las orillas del arte abstracto, en el que se inició en los años 70, Flores deja ver cómo esa vocación suya ha permitido que este tipo de expresión también fluya en la obra de varios de los bordadores que han sido parte de su proyecto. En las telas de Sebastián Calero, por ejemplo, se componen una especie de ‘haikus’ visuales, hechos de hilo rojo: bellos y crípticos; puntadas limpias que parecen palabras breves y sencillas, salpicadas en una hoja en blanco.
O el bordado de Ana María Romero, una especie de vena gruesa hecha de hilo y ubicada en la exacta mitad de la tela. Al verlo es difícil no relacionarlo con ‘Cicatrices’, de Kader Attia (Francia, 1970), un ‘site specific’ que elaboró en el Museo de la Medicina de Cuenca, para la Bienal 2016-2017; en esa pieza, en lugar del hilo rosado utilizado por Romero, Attia usó grapas metálicas que hacen una sutura sobre los defectos (grietas) de las paredes del edificio, pero no para taparlos sino para integrarlos y considerarlos como una presencia real, con la que hay que convivir.
Estas son apenas un par de ideas que despiertan algunas de las obras recogidas en ‘Tejido’; también hay bordados de corte figurativo/narrativo, como los hechos por las religiosas de dos conventos. Y esa es la riqueza del proyecto y del libro: que ponen a dialogar y a entretejer ideas en diferentes frecuencias, que es como se conforman las comunidades.
En ‘Tejido’, Flores también da pistas de lo que podría identificarse como su activismo por una forma más calma y consciente de habitar el tiempo. No solo le ha tomado cerca de 30 años llegar hasta la publicación del libro, sino que en cada pieza y su proceso de confección se pueden adivinar las pausas y las cadencias, que aportan a una idea central: el desmarcado de los ánimos y los circuitos masivos. Cada bordador, armado con hilo y aguja, dispuesto a construir y ser parte de una trama más rica, y compleja también.