No hay nudos en la naturaleza, en ella existen enredos como los de las plantas trepadoras, pero no nudos. Científicos como Jorge Wagensberg han determinado que las formas de lo natural están para garantizar la persistencia de los seres: La esfera protege, por ejemplo, los huevos; el ángulo penetra, por eso los espinos, agudos, nos hieren atravesándonos la piel; o la hélice agarra: otra vez las hiedras o las madreselvas que se envuelven en aquello que tengan cerca para trepar. Pero el orden de la naturaleza es la persistencia y los nudos, que detienen y llegan a asfixiar, no ayudan al esfuerzo de persistir, sino a todo lo contrario.
Inventamos los nudos, fueron una de nuestras tecnologías primigenias: La capacidad de atar una punta de flecha de obsidiana a un astil de madera revolucionó nuestra eficiencia para cazar; aún hoy, los marinos se entrenan en hacer nudos que deben ser, al mismo tiempo, resistentes, adecuados a la función que cumplirán y, sobre todo, fáciles de soltar: un nudo trabado retarda las tareas y puede poner en peligro a los navegantes.
Plutarco cuenta que, en Gordio, un pueblo de Frigia, un antiguo soberano dejó amarrado el timón de un carro con un nudo tan intrincado que nadie podía soltar; quien lo desatase, afirmaba la tradición, gobernaría sobre los frigios. Alejando Magno, enfrentado al problema, lo resolvió cortando el cordel con un veloz tajo de su espada. Plutarco, quien siempre da al menos dos versiones de los hechos, señala que, según Aristóbulo, el gran rey de Macedonia no cortó el nudo sino “quitó del timón la clavija que une este con el yugo y, después, fácilmente quitó el yugo mismo”. Como vemos, un nudo imposible de desatar da para imaginar leyendas; todos los nudos, a la larga, se desatan.
La conciencia humana ha establecido una similitud entre la vida y los nudos: se dice que vivir es como anudarse, como anudar tiras o fibras de lo vivido; y no está mal el símil: vamos anudando nuestras pequeñas gestas, nuestras esperanzas y nuestras cobardías, mientas nos duran los años; finalmente el tiempo, nuestro Alejando, corta ese nudo, con el que nos hemos envuelto los días, y todo termina.
No en vano, los antiguos imaginaron el mito de la Moiras, las hilanderas: la primera, Atropo, hilaba el hilo de las vidas, la segunda, Cloto, lo enrollaba y la tercera, Láquesis, lo cortaba finalizando con las existencias; tan poderosas eran esas diosas que, según Esquilo, aún Zeus las temía.
La calidad de las fibras anudadas no importa, igual las soltarán los años y la muerte, pues igual perecen quienes, con esfuerzo en ingenio, han hecho de sus vidas bellos nudos de cordeles preciosos y aquellos zafios que han mal trabado sus existencias en burdos atados de cordones sucios y mal envueltos.
Sí, los nudos no son naturales, son creaciones de la mente humana y nuestra inteligencia es capaz de cualquier extremo. Ana Belén cantaba: “Lía con tus brazos/ un nudo de dos lazos,/ que me ate a tu pecho amor. Lía con tus besos/la parte de mis sesos/ que manda en mi corazón”.
Liar, anudar: igual somos capaces de anudar corazones para el amor o gargantas, para la muerte.
Pero solo se atan fibras, cordones, cuerdas y cordeles. Quizá para no morir, cosa por lo demás muy factible, debamos convertirnos en líquidos, en fluidos, pues las corrientes de agua, por ejemplo, no se pueden anudar: Fluir siempre, nada de fijarnos, nada de arribar o concluir, peor culminar o llegar a las cimas, pues las aguas fluyen desde las cumbres hacia abajo, hacia donde está la vida.
Mucho podemos aprender del agua: Emocionalmente, una manera de morir es quedar fijos en un odio, en un amor, en un miedo o en un rencor, atrapados en él, anudados. Ese mal del alma, con sus fibras de dolor, nos sujeta y nos daña. Si aprendemos del agua y fluimos hacia otros vericuetos de la vida, podremos, liberados, vivir mejor. En lo intelectual pasa algo parecido, tener ideas sólidas, incontrovertibles anquilosa el pensamiento, es mejor dudar, pensar vaporosamente. No se puede anudar al vapor.
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