Jorge Morocho, en un taller en la sala de su casa, al sur de Guayaquil. Foto: Wladimir Torres / EL COMERCIO
Estudió tres meses de veterinaria. En un momento se inclinó por la literatura; el interés por la pintura se le reveló en las aulas. Se descubrió tarde como artista plástico, cuando ya había ingresado al Instituto Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE), de donde se graduó el año pasado. Jorge Morocho Ibarra, de 24 años, se convirtió el pasado 21 de julio en el primer artista en ganar en dos ocasiones -y de forma consecutiva- el primer premio del Salón de Julio, certamen de pintura del Museo Municipal de Guayaquil.
El taller del artista, la sala de una casa en Los Esteros, al sur de Guayaquil, es un desorden de papeles en el suelo con elementos constantes en su más reciente obra: pósteres de músicos del soul clásico y contemporáneo, impresos de anuncios publicitarios en japonés, bocetos y esténcil con escenas de interiores de casas tradicionales japonesas.
Con el papel plano (o de calcar) compone y dibuja gracias a un proyector las imágenes que luego pinta en el lienzo, algo que no tiene reparos en confesar. “Botticelli no hubiera podido pintar la Venus si no la hubiera proyectado. En El Renacimiento ya se proyectaba con cámara oscura, y hubo un cambio significativo del medioevo al dibujo renacentista”, cuenta el guayaquileño. “Mi pintura está hecha a base de la prueba y del error, me gusta pensar que estoy aprendiendo a pintar con cada cuadro”.
El contraste de los músicos afrodescendientes con elementos de la cultura visual de Japón, patentes en el piso de su taller, y en las obras de gran y mediano formato que toman forma en sus lienzos, hacen parte de esas conexiones invisibles, “diálogos secretos” entre elementos incongruentes que procura el artista.
‘Karla, Otis III y Dexter Redding’, óleo sobre lienzo, la obra con lo que ganó la actual edición del Salón, toma un plano de un filme del cineasta japonés Yasujiro Ozu, con un antiguo televisor en la intimidad de un hogar de los suburbios de Tokio. Y sobre la pantalla de ese televisor despliega la foto en blanco y negro de la esposa y los hijos del cantante estadounidense Otis Redding, el padre del soul, llegando al funeral del músico, tras su muerte en un accidente de avioneta.
Morocho propone una suerte de transmisión global en vivo para un evento público del 18 de noviembre de 1967 en Macon (Georgia, Estados Unidos). El jurado internacional de premiación destacó el proceso de elaborados ‘velamientos’ que impone una seducción en el cuadro, una obra que -según el acta de premiación– “replantea el género de la ‘naturaleza muerta’”, en una “figuración casi fantasmal” entre lo cotidiano y lo mediático.
Al autor le interesa el cruce de discursos entre elementos extraños que generan una incertidumbre en el espectador, explica. “Hay extrañeza porque no son cosas que se reconocen en un primer momento”. La idea es esconder lo suficiente como para invitar al espectador a reconocer la idea en un tercer o cuarto momento, si es que la reconoce, dice.
Las veladuras son de capas de pintura y también de información, según Morocho. Una gama similar de opacos grises y apagados tonos pasteles usó también el autor en ‘Los dientes de Chet B’, que ganó el primer premio (USD 10 000) del Salón de Julio el año pasado.
“Muchos artistas pensaban, yo entre ellos, que no se podía ganar dos veces. Yo volví a enviar este año una obra porque me parecía responsable y porque es una manera de chequear como está el Salón”, explicó el artista, que estudia una licenciatura en la Universidad de las Artes (UArtes). “No sé qué tan bueno sea haber ganado dos veces, no quiero ser un artista legitimado por el Salón, no me interesa. Y sí creo que las obras se hacen de alguna manera para desafiar estos espacios; pero cuando tienen tanta recepción, no lo sé…”.
‘Los dientes de Chet B’, un tríptico, gira también alrededor de una figura de la cultura popular estadounidense, una anécdota sobre el jazzista Chet Baker. Un montículo de dientes que el músico habría perdido a cambio de las drogas conviven con capturas del video de la canción Hung up, de Madonna.
“Los íconos del soul, las películas de Ozu, las peleas de box (…) Toda mi obra funciona como una suerte de homenaje o un gran remake, porque con la avalancha de imágenes que hay ahora, considero como una tarea pertinente la gestión de imágenes del pasado, someterlas a cierto proceso para resignificarlas. Esa revisitación del pasado es la que me interesa”, indicó Morocho.