El fútbol de los caballeros tuvo un mundial entre tensiones

magen del cuarto gol de Uruguay en la final que los celestes derrotaron por 4-2 a Argentina, en el flamante estadio Centenario, de Montevideo. Foto: lgrafico.com.ar I

magen del cuarto gol de Uruguay en la final que los celestes derrotaron por 4-2 a Argentina, en el flamante estadio Centenario, de Montevideo. Foto: lgrafico.com.ar I

magen del cuarto gol de Uruguay en la final que los celestes derrotaron por 4-2 a Argentina, en el flamante estadio Centenario, de Montevideo. Foto: lgrafico.com.ar
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El primer Mundial de Fútbol fue obra de un puñado de dirigentes, románticos y elegantes, caballeros de los de antes, que lucharon contra todo para materializar el evento. Sus enemigos fueron dignos de una novela de F. Scott Fitzgerald: la crisis económica causada por la Primera Guerra Mundial, el boicot de las naciones europeas y la falta de visión de los propios dirigentes de esa entidad llamada FIFA, que desde su creación en 1904 pugnaba por crear un torneo global.

Noventa años después, Jules Rimet, presidente de la FIFA
desde 1921 y tenaz impulsor del balompié, estaría asombrado si pudiera ver en qué se convirtió el Mundial de Fútbol, un evento que trascendió del ámbito deportivo para convertirse en parte de la cultura popular del siglo XX, primero de Occidente, pero después de casi toda la humanidad.

Ojalá este francés, un abogado y árbitro que fundó la primera liga de su país, hubiera podido opinar sobre el aspecto oscuro de los Mundiales. La sola disputa para obtener la sede se ha transformado en un proceso bajo sospecha, al menos desde Alemania 2006, cuando un delegado de Ocea­nía cambió su voto para favorecer a los germanos en lugar de Sudáfrica, el país que debía ganar. Cuatro años después, los sudafricanos fueron acusados de pagar sobornos para obtener la sede. Y así, lo mismo con Rusia y Catar.

Hace nueve décadas todo era diferente. La FIFA no poseía el enorme poder de convocatoria de ahora, cuando tiene más países miembros que la misma ONU. En esos años, ni siquiera estaban afiliados los británicos, considerados los ‘padres’ de ese deporte.

Los torneos de los Juegos Olímpicos eran organizados por las federaciones de fútbol de las naciones de la ciudad sede, aunque desde 1906 la FIFA reconocía que esos eventos podían ser considerados como un mundial para aficionados.

Jules Rimet aprovechó la disputa con el Comité Olímpico de los Juegos de Los Ángeles 1932, en los que el fútbol no constaba, y decidió crear el primer Mundial con espacio para los profesionales. Eso fue el 26 de mayo de 1928, en Ámsterdam, poco después de que el partido nazi de Adolf Hitler obtuviera 12 escaños en el Parlamento alemán, señal de que el ambiente político comenzaba a radicalizarse en Europa.

Jules Rimet estaba convencido de que el Mundial, si era bien llevado, podría convertirse en un evento prestigioso y permanente, como lo eran los Juegos Olímpicos. Pero eso también lo pensaba Benito Mussolini, el líder fascista de Italia y fanático del fútbol, quien intentó que su país obtuviera la sede de ese primerísimo torneo de la FIFA.

Hungría (ya no existía el Imperio Austrohúngaro), los Países Bajos, España (donde gobernaba el dictador Miguel Primo de Rivera) y Suecia también se postularon, pero luego declinaron para apoyar a Italia, cuando era notable que Rimet prefería a Uruguay como sede. Desde entonces nació esa velada pugna entre los americanos y los europeos por la sede del torneo, saldada con una alternancia tácita en la designación de los organizadores.

Uruguay fue el país elegido. El equipo charrúa era el vigente bicampeón olímpico y el Gobierno de Juan Campisteguy ofrecía construir un enorme estadio y financiar los gastos de los equipos participantes, para celebrar los 100 años de la Jura de la Constitución que dio origen a la República uruguaya. Por eso, el estadio se denominaría Centenario. Para Rimet, esta oferta conjugaba la fastuosidad con los recursos financieros, y de paso se garantizaba una sede alejada de la crispada Europa.

El boicot europeo, sin embargo, fue inevitable. Los británicos seguían aislados (aunque inmigrantes escoceses aceptaron representar a Estados Unidos). El resto de naciones europeas se negó a mandar a sus jugadores alegando la distancia de Montevideo (tomaba un mínimo de 15 días viajar en barco, pues no existían los aviones intercontinentales).

Otra razón estaba en que la gran mayoría de los jugadores tenía empleos ‘de verdad’. Era imposible que se ausentaran casi dos meses de sus trabajos.
Rimet hizo gala de todos sus oficios diplomáticos y logró que, a dos meses de que comenzara el Mundial, los equipos de Francia, Bélgica, Yugoslavia (un país nuevo, creado de los restos del Imperio Austrohúngaro de los Balcanes) y Rumania por fin confirmaran su asistencia. Los jugadores rumanos fueron seleccionados en persona por el rey Carlos II.

Las postales del desarrollo del torneo, que comenzó el 13 de julio y acabó el 30 de julio, son las delicias de las trivias y también reflejan un fútbol que ya no volverá. Ampliamente difundidas, se necesitan más páginas como esta para contarlas todas.

El afiche oficial, por ejemplo, mantuvo las fechas 15 de julio y 15 de agosto, el lapso originalmente previsto para la competencia.

Los balones eran de piel natural y cada selección tenía el suyo (recién desde 1970, Adidas fabrica la pelota oficial). La final, ganada por Uruguay a Argentina por 4-2, se jugó con dos balones: el primer tiempo se usó la pelota de la visita, y en el complemento se usó la del anfitrión.

Pese a los problemas, el torneo fue un éxito, impulsado por la final, considerada como emotiva y espectacular por los cronistas de la época. Eso permitió a la FIFA y a Rimet organizar la segunda edición para 1934, aunque no pudo evitar que Mussolini moviera sus hilos y se quedara con la sede.

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