Cuando Paul McCartney apareció sobre el escenario, su figura de eterno beatle colgó la lágrima en más de un asistente. La contención duraría menos o más en dependencia de la canción favorita de cada uno; ya para Let it Be, la lluvia no era lo único que mojaba a los espectadores. Revelación, síndrome de Stendhal, euforia -llámelo como guste-, ‘Macca’ supo ganarse al público y sus canciones hicieron el resto.
Los puños levantados para Helter Skelter, las voces abrazadas en Hey Jude, el leve bamboleo ante And I Love Her, los ojos buscando el cielo en Blackbird se ofrendaban para ese celebrante zurdo de 71 años… tan vital que parece eterno; tan sencillo como uno más. Si la pirotecnia de Live and Let Die rompió la neblina, el repertorio entero quebraba el orden del tiempo… no fue una noche sino décadas las que se vivieron en Quito.
Para completar la atmósfera estaba la interacción de las generaciones, que hombro a hombro poblaban los graderíos y la pista. Allí compartieron un pedazo de historia el asistente que guardaba cada instante en su corazón y aquel que lo registraba en su celular; el de cabello cano con el mozuelo; el adulto junto al menor de 12 años que sorteó la restricción para entregarse al ‘atentado’ de esas canciones de amor, de alegría, de paz (¿qué asistente buscaba disturbios con esos sonidos?).
Y detrás y a los costados del escenario, toda la imaginería que arrastra el nombre de McCartney volcándose, desde diminutas luces en pantallas gigantes, sobre la multitud. Y él, el artista, siéndolo por entero, con cada mínimo movimiento de sus articulaciones, con cada cuerda o tecla que tocaban sus manos; en cada interjección, en cada ‘yapa’ regalada.
Dicen algunas voces que pululan en las redes que la presencia de McCartney fue un sueño cumplido; mas para otras, la gente estuvo apagada, los que menos califican de frigidez la actitud del público, o hablan de una audiencia que solo gusta del ‘greatest hit’. La gracia y la idiosincrasia hallan la falta -frente a un show que no las tuvo- aunque sea en el espectador vecino. Señas de esnobismo en barrio chico, ante un concierto que ha sido (por show y por arte) lo mejor en llegar al país… hasta ahora.
De lo que se vio, la gente disfrutó a su gusto, para unos fue la euforia; para otros, el griterío; para algunos, el sonido acunado en la nostalgia; y para los demás el instante irrepetible de la lágrima contenida.