Corren horas inciertas para la cultura. Entre ‘patrañas’ y pirañas se ventilan declaraciones ante el rumor de casas que se caen de impávidas o ante reacciones viscerales.
Mientras, lo que importa –la cultura como garantía, espacio, acceso en consonancia con las libertades- se deshace en espejos rotos o en fondos repartidos como somníferos. Nada hay de gestión ni de políticas articuladas cuando se imponen el celo, el ego, la cuota de poder; así no se puede hablar de sistemas, de fortalecer lo existente, de abrir sendas para lo emergente. Parte del conflicto está en un proyecto de Ley que ha hecho mutis, ante el anhelo de los actores, hasta traspapelarse, año a año; con uno, dos, tres ministros; que se desdibuja entre ‘empoderamientos’, ‘socializaciones’ y esa neolengua endógena del aparato oficial.
Pareciera que ya nadie cree en la cultura como un ente vivo, como ese conjunto de conocimientos, ideas y tradiciones. En los despachos se empachan con el término, congelándolo con la burocracia, emparentándolo con códigos, regulaciones y artimañas leguleyas, exiliándolo dentro de su propia casa, que no se halla ni como propuesta.
Hasta ahora toda discusión ha sido antropología simbólica o sociología materialista, cuando no la reducción de la cultura a sinónimo de manifestaciones del arte. Solo ha habido premios aislados, publicaciones pretexto, iniciativas que no se concretan en procesos.
Acaso se comprenderá que la labor sobre la cultura es de decisiones que sopesen el particularismo y el universalismo, que equilibren la producción de bienes, con la herencia y la expresión libérrima del individuo; se comprenderá que la rentabilidad social solo es válida cuando salvaguarda al público, al creador y su obra, y que ministerios y casas se justifican cuando hay ideas hechas acción y no concentraciones o zarpazos estatales.
Con la cultura está pasando lo que pasó con otros sectores… Ahora que les tocan, ¿se despertarán los creadores y los intelectuales otrora embelesados con cantos de sirenas?