Édgar Freire: 'Un país se mide por su cantidad de librerías'

Édgar Freire, símbolo del librero en Quito, en su departamento rodeado de libros y con una máquina de escribir. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO

Édgar Freire Rubio es el librero vivo con más años dedicado al oficio en el país. Como la mayoría, se formó de manera autodidacta, en medio de un entorno cultural vigoroso aupado por el ‘boom’ petrolero. Hace algunos años dejó las librerías, pero todavía persiste en su amor por los libros.
García Márquez dijo que el periodismo es el mejor oficio del mundo, ¿cree que fue porque nunca trabajó como librero?
No hay que olvidar que en ‘Cien años de soledad’, García Márquez rinde un homenaje hermoso a Ramón Vinyes, su amigo catalán, que también fue librero. Alguna vez públicamente recapitulé esa frase del Premio Nobel y dije que los que nunca han trabajado en una librería seguramente no tienen idea de lo que es el paraíso bibliográfico.
¿Cómo era ser librero a finales de los 60 y 70?, ¿Qué librerías había en la ciudad?
En el Centro Histórico estaban concentradas el 60 o 70 por ciento de las librerías. Su Librería estaba en la Plaza Grande. Fue la primera que trajo libros en inglés, francés y alemán acá. También estaban: la librería Española, Universitaria, Científica, Selecta y varias de segunda mano. La que rompió el esquema, en 1964, fue la Cima. A Luis Carrera, que fue mi jefe y maestro, le dijeron que estaba loco, que cómo se le iba a ocurrir poner una librería en plena Alameda, pero lo hizo. Luego Enrique Gross abrió Libri Mundi, un poco más al norte.
¿Y cómo era el oficio?
Hay que recordar que en los años 70 comenzó la explotación petrolera. Eso generó una explosión cultural en la clase media del país. En ese tiempo, las librerías estábamos inmensamente surtidas. Entré a trabajar a la Cima por azar, el 7 de diciembre de 1965. El trabajo de librero era para mi padre,un papelero que trabajaba en la Editorial Colón, pero antes de asistir a la cita con Luis Carrera consiguió un puesto en un almacén de telas y le pidió que me de a mí ese trabajo. Cuando empecé tenía prohibido llegar al mostrador, porque ahí solo estaban los libreros preparados. Con el paso del tiempo me volví adicto a la prensa,porque mi jefe decía que un librero que no lee los periódicos estará siempre desubicado.
¿Qué recuerda de Enrique Gross? ¿Hablaban del oficio?
Hasta la fecha en el país solo han existido dos libreros profesionales, uno fue Enrique Gross, que se formó en una escuela alemana. La otra librera profesional, y poca gente conoce este dato, es Martha Carrera, la hija de Luis Carrera. Ella obtuvo una beca para estudiar en el Centro del Libro Español, en Madrid. Para mí Enrique fue un amigo y el mentor para que me fuera por primera vez a representar al país en la Feria del Libro de Barcelona y luego a la Feria de Frankfurt. La relación entre él y Luis Carrera era tan estrecha, que en plena librería mi jefe le enseñaba a bailar. Asimismo, le compartió su afición por las montañas.
Hay el imaginario de que las librerías son sitios aburridos.
Posiblemente las personas que piensan eso son aburridas por naturaleza, porque una librería es un mundo lleno de vida. En mis más de 40 años como librero nunca me aburrí. Me gustaba tanto trabajar en una librería que tranquilamente hubiera podido vivir dentro de una. Cuando trabajaba en la Cima había gente que salía del Banco Central y me decían que no iban a comprar nada, pero que les permita dar una vuelta, esa era la única forma que tenían para relajarse.
¿Cuál es el papel que cumple una librería para una ciudad?
Un país se mide por la cantidad de bibliotecas y librerías que tiene. Creo que es uno de los mejores sitios de convivencia social que puede tener una ciudad. Benjamín Carrión iba a la Cima cuando le llegaban envíos de París. Ese día, mientras él estaba recogiendo sus libros no era nada raro que llegara el psiquiatra Julio Endara, o que un día vaya Jorge Icaza y se cruce con G.H Mata. Esos encuentros generaban pequeños simposios en los que se hacían recomendaciones de libros, se contaban secretos y hasta se soltaban cachos. Era fascinante ver cómo la librería se convertía en un centro social literario y cultural.
¿Cuál es el político más lector que ha conocido?
Recuerdo a muy pocos políticos. Quizá la cabeza más representativa sea Oswaldo Hurtado, que siempre llegaba en busca de novedades. Por lo general, en compañía de Julio César Trujillo e Isabel Robalino. Juntos recorrían los anaqueles, mientras conversaban. Otro que llegaba era Carlos Julio Arosemena Monroy, de quien se dice que tenía una de las mejores bibliotecas del país.
¿Qué dicen de una sociedad sus tradiciones y leyendas?
El otro día, leí unos recortes de Prensa, en los que Sebastián Salazar Bondy, habla de ese libro precioso que es ‘Lima la horrible’, en el que denosta a la tradición. Le dije a mi hija Susana que sería precioso reunir a sociólogos, historiadores y literatos de la ciudad para escribir un libro que se llame ‘Quito la horrible’. Después de la primera edición de ‘Quito: Tradiciones, Leyendas y Nostalgia’, Jorge Ribadeneira me dijo que había encontrado un filón y que sería bueno que lo explotara. Hasta ahora he publicado cinco tomos.
¿Y sus nostalgias?
Cuando le mandé mi primer tomo del libro a Monseñor Alberto Luna Tobar, él me dijo que nadie piense que la nostalgia es esa cosa lacrimosa y pasillera, sino que es algo más cercano al estilo de la ‘saudade’ portuguesa de Fernando Pessoa. No se trata de una nostalgia relacionada con la idea de que el tiempo pasado fue mejor, sino de que ese pasado sirve como trampolín para el presente y el futuro.
A lo largo de su vida ha recomendado miles de libros, ¿cuál recomendaría al nuevo presidente?
Lo primero que había que saber es si es lector. A lo mejor tenga que leer la biografía de ‘Fouché’, de Stefan Zweig, o ese libro precioso, que ya nadie nombra de André Maurois, que se llama ‘La vida de Disraeli’.
TRAYECTORIA
Trabajó durante 35 años en la Librería Cima, 10 más en Librería Española y otros tantos en Sur Libros. Mantiene una columna en Últimas Noticias. Dice que la leyenda que mejor define a los quiteños es el Gallo de la Catedral: “Ahí aparece el primer forajido”.
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