La doble conciencia: el purgatorio del mestizo

El racismo latinoamericano no se revela como el odio hacia  lo ‘otro desconocido’ sino, básicamente, hacia lo ‘otro conocido’, a lo que se parece a uno.

El racismo latinoamericano no se revela como el odio hacia lo ‘otro desconocido’ sino, básicamente, hacia lo ‘otro conocido’, a lo que se parece a uno.

El racismo latinoamericano no se revela como el odio hacia lo ‘otro desconocido’ sino, básicamente, hacia lo ‘otro conocido’, a lo que se parece a uno. Foto: Captura de pantalla

En el ‘Canto a Bolívar’, la mayor épica fundacional de las “naciones latinoamericanas”, José Joaquín de Olmedo rescata la figura del inca Huayna Cápac, quien aparece como enlace entre el pasado -la civilización inca- y el futuro -las repúblicas nacientes-. Desde el cielo, como si se tratara de un dios griego, el Inca exclama: “¡Oh pueblos, que formáis un pueblo solo/ y una familia, y todos sois mis hijos!/ vivid, triunfad…” A Simón Bolívar le fastidió la imagen. “El Inca Huayna Cápac parece que es el asunto del poema: él es el genio, él es la sabiduría, él es el héroe, en fin”, le escribió a Olmedo en 1825.

El proceso de formación de nuestras repúblicas latinoamericanas fue absolutamente complejo porque, como dice Mary Louise Pratt en el libro ‘Ojos imperiales’, América era en realidad “un mundo nuevo”, pues “había iniciado un camino de experimentación social para el cual la metrópoli europea brindaba escasos precedentes”.

¿Qué experiencia tenían los europeos de sus propios modelos impuestos en las colonias? Cuando Olmedo escribió ese poema, en América del Sur se debatía sobre la estructura constituyente de su futuro. ¿Debíamos ser repúblicas o monarquías? Y a esta había que añadir otra interrogante: ¿cuál monarquía?

Los españoles, viendo cercana la pérdida de Sudamérica como su colonia, hicieron circular “rumores sobre la restauración del imperio de los incas y que las propias autoridades coloniales amagaron coronar como Rey del Perú a un descendiente de los Incas para provocar una guerra civil, tal como amenazó a San Martín el general realista Jerónimo de Valdés”, señala el escritor e historiador Fernando Iwasaki Cauti, en el prólogo a la edición de la Universidad Andina Simón Bolívar del poema de Olmedo.

Una monarquía inca no era algo descabellado para algunos. En el Congreso de Tucumán de 1816, para la independencia de lo que hoy es Argentina, Manuel Belgrano lo propuso como forma de gobierno.

Obviamente, los criollos no aceptaron siquiera la idea de tener un soberano indio. En términos actuales, las repúblicas se fundaron sobre el ideal de la supremacía blanca. Por fuera quedaron indios, negros y mestizos, pese a ser ‘la mano de obra’ de la sociedad.

En la actualidad, Ecuador establece tres grupos étnicos fundamentales en asuntos de afirmación para la discriminación positiva: el indio, el afro y el montubio. Y por fuera quedan el mestizo y, obviamente, el blanco -el criollo, también un mestizo a fin de cuentas-.

A este último, por su condición de ‘aristócrata’, se lo vinculará siempre al proceso de dominación. Pero, el mestizo ¿en dónde queda? En términos étnicos es el equivalente a la clase media socioeconómica: la nada, la que está ‘vendida/sujeta’ al ‘mejor/peor postor’. Es el ascensor en la escala social. No se reconoce -no puede- en las élites blanco-mestizas y tampoco -no quiere- en lo ‘popular’.

Si bien tuvo una participación importante tanto en el período colonial como en la primera república, fue el liberalismo el que permitió su ascenso social, económico y educativo como clase y sujeto político. El Ecuador se construye en la homogeneización de un Estado mestizo. Pero esto no borró la complejidad de su ser. Y explica en mucho el intenso debate sobre la “identidad” en una república que, a pesar de las normativas constitucionales, es eminentemente racista.

En la novela ‘La mancha humana’ de Philip Roth, el protagonista vive una dualidad que se aproxima a la del mestizo. Es judío, pero en el fondo es uno de los “negros de piel clara a los que a veces se les toma por blancos”. Y en sus últimos años como profesor universitario, fue acusado de racista con las primeras señales de lo políticamente correcto en la academia estadounidense de los 90, tras el ‘affaire’ Clinton-Lewinsky.

Ese sentido de no pertenecer es el que viven los mestizos. Y las revueltas de octubre revivieron nuestro falso dilema: “esos indios que asolaron las ciudades (vuelvan al páramo)”, frente a “nuestros hermanos indígenas”. Pero el mestizo no puede afirmarse ni en lo uno ni lo otro.

Octavio Paz decía que las grandes civilizaciones precolombinas configuraron el imaginario de nuestro primer Estado, un proceso interrumpido por la conquista y la colonización. Pero la Colonia también formará parte constitutiva de lo que será, según otro pensador mexicano, José Vasconcelos, el nacimiento de “la quinta raza”: la mestiza, o como él la denominó en su libro de 1925, “la raza cósmica”.

Vasconcelos creía que en el trópico (Brasil, Colombia, Ecuador, Venezuela, parte de Argentina, Bolivia y Perú) se habría de levantar la síntesis de toda la humanidad, “el anhelo de ser libre, el triunfo del ser en la conquista del infinito”.

El problema del mestizo es algo irresuelto, pero pareciera estar determinado a vagar en un purgatorio social. Bien podría aplicársele lo que decía William Edward Burghardt Du Bois, activista y sociólogo afroestadounidense de principios del siglo XX, sobre los negros: “dos ideales beligerantes en un cuerpo oscuro”. Agustín Cueva hablaba de la “ambigüedad del mestizo”.

La tragedia -por inevitable- del mestizo es esa doble conciencia: en él conviven el conquistado y el conquistador.

El racismo de la clase media mestiza no es precisamente el odio/miedo hacia lo ‘otro desconocido’, sino hacia lo ‘otro conocido’, lo que ese ‘otro’ tiene de uno. Por eso nos resulta tan fácil usar términos como ‘longo’ y ‘cholo’. Es el desprecio al ‘otro’, que tanto se nos parece. O con más crudeza: ese ser sin nada que algún día fuimos (los ancestros) y al que nos ‘afantasma’ volver.

Quizás por eso el poeta más popular del país, Medardo Ángel Silva, se ponía polvos blancos en el rostro para ocultar la oscuridad de su piel.

El Inca Garcilaso de la Vega, el mayor cronista de la época colonial, vivió esa contradicción de ser hijo de noble español y de indígena, e intentó conciliar esos dos mundos. La aristocracia peruana, según la crítica Sara Castro-Klarén, colocó sobre él los ideales de la peruanidad. Luego, el pensador marxista José Carlos Mariátegui ironizó sobre esa visión “ablancada” de Garcilaso y la configuración de lo nacional: “incas sí, indios no”.

No hace falta vivir episodios dramáticos como el de la muerte del afroestadounidense George Floyd, asfixiado por un policía blanco, para decir que el racismo es algo institucional en América Latina. Los casos se repiten en lo que llaman “portación de cara”: los de piel más oscura son más propensos a sufrir las presiones policiales.

Cuando comenzaron los controles en el inicio de la cuarentena, los militares fueron más represivos con los que la rompieron en los barrios populares, pero condescendientes con los de los barrios ricos. Hace varios años, el dueño de un restaurante llamó a la Policía porque un negro -era el futbolista Felipe Caicedo- quería comer ahí.

El racismo, atado a lo socioeconómico, también se revela en nuestras cotidianidades: en el fútbol, en las compras, en los buses. Incluso en la forma de conducir se repite la lógica del hacendado: el que está en el auto es el “patrón a caballo”; el peatón, el “peón que va a pie”, es el que debe cederle el paso.

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