‘Juego de Tronos’ y ‘House of Cards’ son dos series de TV que han gozado de aceptación en la audiencia y de éxito entre la crítica especializada.
Es unánime considerar que las series de televisión de ahora prácticamente han borrado la línea entre el cine y los productos pensados para el formato de la ‘caja tonta’, que en realidad ya no lo es tanto.
El director David Lynch incluso va más allá y considera que las series que vemos por cable o por descargas digitales son el nuevo cine de autor de Estados Unidos, en contraste con un Hollywood cada vez más dominado por las franquicias de héroes, por los infinitos ‘remakes’ y por las adaptaciones de la novela adolescente de moda, como si la imaginación se hubiera extinguido y no quedara más remedio que copiarse al infinito.
Esta situación no se debe solamente a temas de forma motivados por un asunto técnico: la llegada del High Definition y del 3D trajo a la televisión la necesidad de ofrecer productos a la altura de la calidad de la pantalla. Por eso, ahora existe una detallada preocupación por los escenarios, el vestuario, la fotografía, el maquillaje y el sonido. Y no solo eso, sino también en la calidad de los actores y de los guionistas, que ahora se cotizan incluso más que sus colegas del cine.
Lo verdaderamente importante, en todo caso, no es eso. El condumio está en los temas. Las series ahondan y exploran en lo que el cine antes procuraba (lo sigue haciendo, pero cada vez menos): el manejo del poder y de la lucha por manipular sus misteriosos hilos.
‘Juego de Tronos’, por ejemplo, es mucho más que una superproducción de USD 7 millones por capítulo, escenas de sexo casi explícito y escenarios en Inglaterra, Irlanda del Norte, Malta, Croacia, España, Islandia y Marruecos. También resulta un curso exprés en HD de las posturas de Nicolás Maquiavelo, quien considera al humano como un ser malvado y egoísta por naturaleza, que busca aumentar su poder sobre los demás, quienes en cambio buscan reemplazarlo.
Ahí están, como salidos de ‘El Príncipe’, los personajes de Lord Varys y Lord Petyr Baelish.
Su pugna haría sentir orgulloso a Maquiavelo por la red de informantes que teje Varys y que cumple con un axioma moderno: la información es poder. Que Varys sea eunuco es solo un delicioso dato del que ‘Juego de Tronos’ se sirve para evocar a los bizantinos, que derrocaban cruelmente a sus emperadores, cegándolos y dejándolos abandonados en la calle.
Baelish ejerce su poder desde el manejo financiero del reino. Usa esa información para generar peleas entre las distintas facciones (“divide y vencerás”) y no es casual que también administre el prostíbulo al que acuden los ricos y poderosos de la ciudad.
‘Juego de Tronos’ también parece sacado de los libros de Michel Foucault, uno de los pensadores que más ha hurgado en los resquicios del poder.
Para Foucault, el poder no es una cosa que se posee ni tampoco se aprende a ejercer. El poder es una estrategia, o mejor dicho una red de relaciones estratégicas. Y una de esas estrategias es la ‘normalización’.
Un ejemplo está nada menos que en el primer capítulo de ‘Juego de Tronos’, cuando Ned Stark (¡ojo, viene un spoiler!), señor de Invernalia, decapita a un desertor. Stark comete este ajusticiamiento frente a su hijo. “La ley es ley”, es la justificación. Para Foucault, que seguramente habría disfrutado de ‘Juego de Tronos’, estamos ante una normalización, una disciplina sobre el cuerpo para el ejercicio del poder.
¿Y el sexo, que abunda en ‘Juego de Tronos’? Bueno, esto también tiene el toque de Foucault, para quien la sexualidad tiene una dimensión económica y política. ¿Acaso no hay mejor idea para perpetuar el poder que reproducirse entre hermanos, como hacen los bellos Lannister? El sexo también es un escenario del poder y la serie lo demuestra.
Aunque ‘Juego de Tronos’ basada en las (demasiado enredadas) novelas de George R. R. Martin ya es la más ganadora de la historia de los Premios Emmy, hay otras producciones que abordan el poder. Una es ‘House of Cards’, ambientada en la actual política estadounidense.
Ahí también hay ejemplos de redes maquiavélicas (la periodista que se sirve del inescrupuloso político y viceversa) y normalizaciones, como cuando Frank Underwood, encarnado por el actor Kevin Spacey, es descubierto espiando a la gente, ante lo que dice: “Reconozco que espío a los ciudadanos, pero lo hago para conocer sus preferencias y ser un mejor candidato”. Y listo.
La esposa de Frank, Claire Underwood, es la exageración del discurso de lo normal. Brillantemente interpretada por Robin Wright (sí, la de Forrest Gump), Claire pide a su marido que desahogue su frustración rompiendo cosas y siente alivio cuando Frank quiebra unos cristales. Y qué decir cuando ella se entera del ‘affair’ de su marido con la periodista: se pone a plancharle una camisa. Todo normal.
Un paréntesis: es paradójico que Robin Wright en la vida real haya exigido ganar el mismo sueldo que Kevin Spacey, algo que consiguió.
Otra serie que disecciona el poder es ‘Veep’, en clave de comedia y que también es un éxito en audiencia y en crítica. Todas, en alguna medida, son deudoras de Maquiavelo y de Foucault. Y todas están contribuyendo a la creación de los relatos televisuales, el nuevo lugar para el ensayo, el arte y, claro, la política.