Fernando Vallejo tiene dos voces. Una por escrito, en sus novelas, claro, pero también en esa continuación lógica y casi familiar que es la transcripción de conferencias, presentaciones y entrevistas.
Se trata de un registro belicoso, furibundo, el de alguien que no puede ni desea olvidar que el mundo de ahora ha evolucionado sobre bases equivocadas y que por ello está como está.
Esa voz es una suerte de metralla, un arma que dispara sin contemplaciones y que, en los escasos momentos en que parece replegarse, solo está tomando aire, renovando sus fuerzas para emprenderla, en el párrafo siguiente, contra todo y contra todos.
La otra voz del escritor colombiano -que se radicó en México hace cuatro décadas- es la misma pero no: es su voz real, la voz en vivo, esa que posee un tono y una cadencia intransmisibles, cuya suavidad no modifica nada y sin embargo deja entrever, en sus modulaciones y sus dudas, en sus arrepentimientos que llegan demasiado tarde, en sus amores no declarados, una faceta complementaria, como si no dejara acceder al jardín de su casa pero quisiera decir que ahí está, que es su lugar de sosiego y que no debe ser contaminado.
En el intercambio entre esas dos voces, que se esfuerzan por parecer una sola pero nunca lo logran del todo, Vallejo es capaz de decir que “la colombianidad es la podredumbre del alma”, proponer que en América Latina adoptemos el inglés porque “el español está en ruinas”.
Despotricar contra los españoles, contra el cine, contra la prensa escrita, contra la raza humana en general. Y al mismo tiempo, olvidar al personaje y escuchar a ese otro ‘yo’ que le permite señalar el gesto mínimo, sonreír dulce y nostálgicamente, hablar con emoción de sus perros y evocar a su hermano muerto años atrás, al límite del llanto.
Días antes de arribar a Buenos Aires como invitado protagónico de la cuarta edición del Filba (Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires), el autor de novelas como ‘La Virgen de los sicarios’, ‘El desbarrancadero’, comentó, entre otras cosas, respecto de su última obra, de su país, Colombia.
“Me ha acompañado siempre, adonde he ido. Siempre he querido a Colombia. La quiero tanto que quiero que se acabe: para que no sufra más”.
De su última novela biográfica ‘El cuervo blanco’, sobre el filólogo colombiano Rufino José Cuervo, dice que en realidad es una hagiografía, o sea la vida de un santo. Que, de simple biógrafo de seres mortales, ha ascendido a la categoría de hagiógrafo, como un gobernador de la provincia de Santa Cruz que asciende a Presidente.
Más de un crítico ha señalado que el libro dedicado a Cuervo es, entre otras cosas, un rotundo acto de resistencia. ¿Era esa en parte su intención? Vallejo aclara que la única intención que le mueve es acabar con los mataderos del planeta. “Que no se coman pues, nunca más, a mis hermanas las vacas, a mis hermanos los cerdos, a mis hermanos los pollos… No lo voy a lograr, ¡pero qué importa! Lo que importa es emprender cosas para llenar el vacío de la vida. Yo lo lleno de ilusiones y humo”.