De varias cosas se puede hablar con Pepe Avilés, pero sobre todo tienta hacerlo de fotografía, de la que es uno de sus grandes cultores en el país, y del Pobre Diablo, ese bar que durante 27 años fue un epicentro de la cultura en Quito y que cerró sus puertas en el 2017. Pero hay algo que no le gusta decir: que se trataba de un bar.
Es fotógrafo y uno de los fundadores del bar café El Pobre Diablo, que estuvo abierto durante 27 años. Como testimonio de sus primeros 25 años se publicó el libro ‘verde, pintón y maduro’. Hizo la escenografía de la película ‘Entre Marx y una mujer desnuda’.
Si no era un bar, ¿qué era?
El Pobre Diablo era un lugar. Bares había muchos y nuestra intención nunca fue serlo, aunque lo fuera. Queríamos un lugar con espíritu, con dinámica. Y también hubo la intención de tener un sentido generacional. Sentíamos que éramos parte de una generación abandonada, pero finalmente iba gente de todas las edades. Nunca perteneció a un grupo determinado. Eso me llenaba de orgullo.
¿Por qué decidieron abrirlo?
La idea fue tener un sitio para encontrarnos, intercambiar ideas y promocionar lo que hacías: el arte, la cultura, en nuestro caso la fotografía. Era un espacio alternativo porque en las galerías la fotografía era vista como un arte menor.
Pero la música fue tomando un lugar prioritario…
Sobre todo en los últimos 17 años, fue prácticamente un escenario. Pasaron muchos músicos que hicieron sus carreras y se dieron a conocer. Y había de muchos géneros. Si bien a mí me gusta el jazz, el blues, la salsa, se presentaba todo tipo de música. Mirando a la distancia y cómo es el mundo ahora, pienso que fue un lugar único.
¿Por qué será que los lugares emblemáticos de Quito han cerrado sus puertas, incluso desde antes de la pandemia?
Creo que es la falta de pertenencia. Es un problema grande del país esta falta de ser o el estar muy fragmentado. Las cosas van de un lado para el otro y desaparecen. Los olvidamos. No existieron. La década de los 90 es una década perdida. Si piensas en el arte y vas al Museo Nacional, básicamente no hay nada de los 90. Y hay muy pocas grabaciones de la música que se hizo en los 80 y 90. Son, como décadas, olvidadas.
Tampoco hay una pasión por los archivos de imágenes…
Vi la entrevista a Lucía Chiriboga en que decía que el álbum familiar no va a existir y eso es una pena. Ahora las imágenes son desechables. Incluso las que se suben al Internet: después de unos años ya no puedes encontrarlas. En teoría están ahí, pero no las puedes ubicar. Es una pérdida de información penosa. Tengo una obra fotográfica basada en un archivo sobre mujeres con enfermedades venéreas. Estoy trabajando nuevamente en eso porque quiero hacer algo sobre la memoria. Estoy uniendo estas fotos que he guardado durante 20 años. Tengo imágenes rotas porque fueron retiradas de los archivos y botadas a la basura. Son casi 100 años en imágenes y todas son mujeres.
Entonces es un tema de la contemporaneidad…
Sí, pero no creo que sucede en todo lado. Para mí es un problema de los ecuatorianos. En otras partes se guarda todo. Hay grandes archivos y personas que trabajan en la investigación todos los días. Pero el Museo de la Casa de la Cultura es el monumento al olvido. Es muy triste.
¿Triste como un pasillo?
Sí. El pasillo mismo habla del olvido y el abandono y eso es algo que está siempre en nosotros. Creo que es algo que nos viene desde la colonia cuando nos abandonaron en unos conventos.
El Pobre Diablo tenía una galería con las láminas de los presidentes en el baño…
Esa fue una idea de mis socios Paco Salazar y María Fernanda Riofrío: hacer una sala de presidentes en el cuarto privado que había atrás. Yo les propuse ponerlas en donde se merecen estar: en el baño, que se volvió el Salón Amarillo. El Pobre Diablo siempre fue un poco irónico; siempre nos tomábamos un poco en broma la vida y de alguna manera también éramos críticos; el mismo nombre, por ejemplo. Las exposiciones se llamaban ‘Plátano maduro no vuelve a verde’, ‘Tiro al banco’, ‘Hasta la vista baby’. Nos tomábamos la vida con sentido de humor y con un sentido autocrítico.
Hasta que llegó una política en que no se podía hablar…
Creo que el final del Pobre Diablo comenzó con la polarización. Había amigos que ya no se sentaban juntos porque pensaban diferentes o porque tomaron partido. Y eso no entiendo porque nosotros no tomamos partido por nadie, siempre fuimos algo contestatarios.
¿De niño agarraba la cámara?
Sí. Mi padre tenía un laboratorio en la casa. La fotografía es una cosa de toda la vida.
O sea que nunca recibió el grito que hubo en casi toda familia: “¡No gastes el rollo!”, algo que las nuevas generaciones no conocen.
No tienen la menor idea porque se pueden borrar de la memoria. El rollo te costaba y quedaba para siempre. Tenías una economía de austeridad. No es el derroche de imágenes que tenemos ahora. Creo que los jóvenes deberían entrar en el ejercicio de la economía de la austeridad porque eso te ayuda a pensar bien qué quieres hacer, qué es lo que quieres fotografiar y qué es lo que quieres decir. Si bien es más fácil tomar fotos, hacer fotografía es mucho más complejo en el sentido de los conceptos, de cómo te relacionas con los otros. Hay grandes retratistas y fotógrafos documentalistas que tienen todo un trabajo de relación con el otro. Ahora te compras un iPhone y te sale la foto.
Supongo que sus amigos le dijeron: ya que es fotógrafo, no quiere tomar fotos de mi casamiento…
Sí tuve tres casos y me fue muy mal porque yo estaba en la fiesta más que en las fotos. Y pensaba en mi trabajo personal y no en lo que querían ellos de su matrimonio o cómo querían verse. Era llevarles la fotos personalmente y decirles: ‘chuta, ¿sabes qué? No me salieron bien (risas).
¿Y qué le decían?
Uno me bulea hasta ahora. Por suerte no fue tan grave porque ese matrimonio ya no existe (risas).