En nuestra infancia nos contaban cuentos de miedos. Uno era la famosa “Caja Ronca”; otro “Mariangula” ¡Y cómo disfrutábamos! Con la irrupción de la modernidad ahora ya no aparece la “Caja ronca” ni “Mariangula”, sino otras cajas que nos han “empaquetado” la existencia.
Historia inédita de la caja
El tiempo no pasa en vano. La caja como vocablo ha recorrido una historia de significados en el mundo del lenguaje. Caja es cajón, joyero, arca, cartón, cesta, cofre, baúl, ataúd…
La caja es un sinónimo de muerte, despojo, mortaja, cadáver, eternidad. En este sentido, no sé por qué al IESS se le sigue diciendo “Caja del Seguro”. ¿Es la mortuoria de los afiliados y pensionistas? ¿Qué es lo que realmente asegura la Caja?
Un colega me explicaba el problema así: “Alguien –decía- nos introdujo en una cajita muy tierna y agradable: la matriz de nuestras madres. Allí crecimos durante nueve meses y luego salimos al mundo en la sala de partos, es decir, en una caja más grande llena de madres parturientas, y mediante un grito de “libertad” nos trasladaron a otra caja: la incubadora, más tarde a una cuna –una cajita de madera-; y de ahí a otra caja: la habitación del hotel –perdón- de una maternidad, hospital o clínica, que no es, sino una caja grande de concreto, cemento y hierro…”
El poder de la caja
Desde entonces vivimos “encajonados”. Vamos de un lado a otro en cajas (superpequeñas, pequeñas, medianas y grandes). Superpequeñas (cajitas de fósforos y cigarrillos); pequeñas (autos, ascensores, buses, troles, metros); medianas (departamentos, casas, oficinas, librerías, restaurantes y cafeterías, colegios y universidades); grandes (cines, bancos, coliseos, estadios supermercados…)
En fin, no hay forma de poder escaparnos de esta secuela de cajas que ha inventado la realidad para satisfacer necesidades o para crear nuevas. Y si alguien no está de acuerdo es tiempo de pensar en la caja mortuoria, como la última caja que nos acompañará, Dios sabe hasta cuándo.
Otras cajas
La teoría de la caja es clásica. Los literatos y poetas se han dado modos para describir las diferentes nociones de este novedoso “juguete”, que enclaustra a los seres y nos convierte en esclavos de una cultura que ha hecho de la caja su ídolo.
Observemos la “cajita boba” –llamada televisión– que se ha introducido en todos los ambientes de nuestras vidas, y ha influenciado en los pensamientos, sentimientos y creencias de los hombres y mujeres de hoy. Gracias a la TV y los aparatos sucedáneos y aplicaciones –la computadora, la consola, el celular y el IPod– el mundo se comunica e incomunica de una manera vertiginosa.
La caja es milagrosa. Causa sensación a la mayoría y está comprobado que produce claustrofobia o miedo como la Caja de Pandora. No olvidemos que, en última instancia, nuestra “casa” –la caja mayor- es el mundo, hoy tan contaminado y calentado por tantas agresiones producidas por los humanos, porque desde que amanece hasta que anochece no cejamos en destruir la caja sagrada que nos da la vida: la naturaleza.
Una caja en el país de la niñez
Para completar este alegato deseo revelar que una caja singular yace en nuestros hogares, y a veces no reparamos en su importancia; se trata de las cajas de juguetes, cajas de arreglos navideños -antiguos y nuevos- y, por supuesto, la caja del árbol de Navidad, que incluye las luces y el personaje que jamás deja de sonreír: Papá Noel.
Este es el territorio de la niñez, con sonrisas congeladas que yacen allí -en la bodega, el altillo o debajo de la cama-. Las muñecas dormidas con los ojos abiertos, los carros silenciosos, los osos de peluche empolvados, y las ilusiones “encajadas” en fundas desorganizadas.
De la infancia a la plenitud
Se cuenta que -como antídoto a la caja- existe la república de la infancia, es el parque, la libertad al estado puro, el espacio del juego, la diversión espontánea y natural, que nos aproxima a despertar la vida, junto a las plantas y los animales, y ahora las mascotas.
Por eso, una mirada al país de la niñez es urgente, -no solo con derechos, sino también con deberes- para recuperar lo perdido en nuestro pasado y en nuestro interior, y valorar la infancia que llevamos dentro. La sociedad también, en un sentido alegórico y evolutivo, tuvo un nacimiento y una infancia, porque pasó por otros estadios o etapas: la pubertad, la juventud, y hoy goza de una supuesta madurez. ¡Así cuenta la historia!
Algunas personas, en ese ejercicio, recuperarán alegrías; otros, tristezas, pero todos, sin excepción, hallarán aprendizajes, amores, desamores y vestigios convertidos en recuerdos. Sostengo que todos los seres humanos llevamos en nuestros corazones una niñez viajera, porque somos, sin quererlo, viajeros en el tiempo, testigos o protagonistas de aquel viaje sin retorno -nuestra infancia-, como aquel barquito encontrado en la mitad de una botella vacía, que deambuló por los mares en busca de horizontes y sentidos, sin dueños aparentes.
¡Y que la caja feliz de nuestra niñez nunca muera, y sea abierta no solo como catarsis, sino como emblema de nuestra plenitud!