Procede de Homero y Horacio aquella opinión de que la elocuencia del poeta es fruto del favor y el afecto que la Musa siente por él. La obra surgida así permanecerá en la eternidad de la gloria. De juicios como estos parte la convicción de que existe un “canon literario”.
[[OBJECT]] En el Renacimiento había ya un catálogo de supervivientes. Freud habló de esa angustia por perpetuarse y sobrevivir al acabamiento final al que todo lo humano está condenado. ¿Quién determina la canonicidad de una obra literaria? ¿Los críticos? Los críticos no; la tradición, el aprecio que le confiere la posteridad. La palabra y el silencio de los críticos han despertado siempre suspicacias. Ya Aristófanes, en la época de Sócrates, o Moliere, en el siglo de Luis XIV, ridiculizaron a aquellos que en nombre de un supuesto buen gusto dictaminaban acerca de lo estético o lo antiestético en asuntos de arte literario. Hoy es frecuente ver que la popularidad de un libro no depende de su intrínseca calidad cognitiva o estética sino del márquetin de hábiles editores. Mucha mala literatura se vende en lujosa envoltura. Gracias a artilugios como estos no pocos mediocres gozan de un cuarto de hora de inmortalidad.
Solo obras con originalidad y fuerza estética que conjugan eso que H. Bloom llama “dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción” llegan a lo canónico. El arte auténtico entabla un diálogo entre el presente y el pasado, entre lo nuevo y la tradición ya que, en el fondo, no hace sino volver a las mismas fuentes del saber humano, a las mismas ideas, a los mismos mitos; fuentes, ideas o mitos a los que les conferimos una luz nueva, un matiz del sentimiento que enlaza la memoria ancestral con nuestras vidas privadas. Este saber y entender lo humano a través del arte es un proceso de cognición que no puede darse sin la memoria, ya que “el canon es el verdadero arte de la memoria, la base del pensamiento cultural”.