Como si el contacto con los espacios físicos incidiera en el espacio mental, la posibilidad de un viaje, por mínimo que sea, impone una apertura de ideas. Antes de aterrizar en Brasilia, se me prefiguró una expectativa: llegar a un planeta diferente y no a la Tierra; al menos así la percibió el cosmonauta soviético Yuri Gagarin, cuando la visitó en 1961.
Ni remotamente cargo en mi registro visual, las imágenes que tuvo el cosmonauta; entonces me dejé llevar por la ambición urbanística de Lucio Costa, la visión política de Juscelino Kubitschek, la monumental obra arquitectónica de Oscar Niemeyer y el paisajismo exuberante de Burle Marx. Sorprenden los jardines y esos edificios pensados en grande, como en eras pasadas lo hicieron los egipcios con sus pirámides y templos; con la diferencia de que esos se elevaban para los dioses y estos se levantaron por y para la humanidad, a pesar de que la ciudad también guarda un particular misticismo.
Brasilia demuestra que el hombre se erigió como conceptor y hacedor del espacio; esta ciudad se construyó en cuatro años, imponiéndose a los divinos mandatos y procesos históricos que configuraron a otras urbes. Pero nacida de la cabeza del hombre, resultó racional. Su forma de avión, su división por alas y cuadras, su orden psicológico y estructural, su proyección para autos en detrimento de peatones, su institucionalidad, la hacen un territorio tan lógico, que dista de la imperfección y el ruido humanos.
Arrastrándome por la premisa de que un espacio solo es posible en relación a las cosas que lo ocupan, en Brasilia persiste una visión ideológica e instrumental sobre el espacio. Si en el breve contacto con la ciudad esta resulta monumental, pero poco emocional; para no caer en la distopía, hace falta escarbar en sus atmósferas para sentir la esencia humana que respira en ella, más allá del concreto y del asfalto.
Contra la falta de un sentido de pertenencia de los habitantes para con la ciudad (la mayoría llegó tentado por las prebendas de la burocracia), existen ensayos por mostrarla, además de como patrimonio arquitectónico en medio de una sabana, como una ciudad para el deporte (y hacia allá apuntan los planes previos de la Copa Mundial 2014) y como polo musical, con un rico movimiento roquero. Y resulta que entre la samba, la charla y los ‘chopinhos’, la buena compañía y los dictámenes de la noche, la Brasilia viva, con 52 años de historia, empezó a mostrarse, como esa casa que solo es hogar cuando entre sus muros contiene memoria y movimiento, cuando se enciende la chimenea.
Apartándome de la capital y del lago artificial que la acompaña, esta idea de la casa me mueve por los espacios del Brasil hasta Belo Horizonte, una de las primeras ciudades planificadas y la tercera más poblada del país, en donde Niemeyer también levantó sus edificaciones (la iglesia de San Francisco -por citar una- que alberga la pintura de Portinari).
Allí, en la capital de Minas Gerais, en la galería de Celma Albuquerque la más reciente instalación del artista Nuno Ramos sale a mi encuentro, mientras se trabaja en su montaje. ‘ai, pareciam eternas!’ se titula la obra, tomando un verso de Carlos Drummond. Ramos conceptualizó esta obra en base a tres casas en las que moró, de cuyas habitaciones hizo réplicas a escala natural. Dentro de la galería, esos muros, techos y ventanas, alguna vez habitados por el artista, se están hundiendo en el barro, así como los momentos y los encuentros que contienen van cediendo ante el hambre del olvido. Es que el arte también está para integrar el espacio físico y el espacio mental. Como la de Nuno Ramos, hay propuestas que apuntan hacia la afectación de los espacios sobre el ser humano. El espacio se torna en lugar; es decir en una dimensión habitada y sentida como tal, donde además de la percepción se da un encuentro.
Pensando esas relaciones resulta fascinante la existencia del Centro Inhotim, una hacienda en la población de Brumadinho, cuyas tierras no son pasto de ganado, ni para agricultura ni asentamiento industrial, sino proyectadas para que la flora y el paisaje convivan con el arte contemporáneo. Allí habita el riesgo y la estética de las propuestas artísticas, para que quienes hacemos este mundo podamos convivir con ellas, sentirlas, para pensarlas.
Así sucede con las instalaciones de Cildo Meireles, ‘Desvío para vermelho. Impregnación’ o ‘a traves’, donde se intenta dejar atrás la idea del espacio como un problema abstracto, mental y analítico, pues la ambigüedad del arte llega hasta ese punto después de que el individuo, partícipe de esas obras, vive una experiencia sensorial. En la primera obra de Meireles, ese rojo sangre, amor, pasión, intensidad inunda a quien camina por esa habitación; en la segunda, el mismo individuo anda por sobre vidrios y cruza cercas, puertas, persianas, cadenas, rejas y redes, para finalmente comprobar que no hay barrera infranqueable ni imposición alguna para el ingenio.
Un ingenio que en Río, Sao Paulo, y otras ciudades de ese subcontinente, se manifestarán con otras relaciones con el espacio, con otras experiencias; este fue un vistazo, acaso una reflexión o un intento de apertura mental.