Sin duda que Tamaulipas será un hermoso pueblo de gente buena y laboriosa, sufrida y capaz, todavía, de soñar. Pero que, sin quererlo, se ha convertido en un lugar y en un nombre malditos. La historia del hombre, lamentablemente, también se escribe con sangre: sangre de héroes, de mártires, de ciudadanos anónimos que un día, por la fuerza del horror y de los medios, saltan a las primeras páginas de los periódicos. Sólo entonces su aventura invisible se vuelve dolorosamente real. Setenta y dos migrantes asesinados y un par de sobrevivientes a los que hay que esconder para poder protegerlos. ¿Esconderemos el horror? ¿O esconderemos la cabeza debajo del ala para no ver ni sentir? A veces, a fuerza de pasar la página, tengo la sensación de que nos pasamos la vida escondiendo o escondiéndonos de lo que no queremos ver o recordar.
Hace unos días se daba cristiana sepultura al cuerpo repatriado de la joven Elvia. Las imágenes de sus familiares, la pobreza del medio, los gritos desgarradores daban la medida de un Ecuador profundo en su miseria y en su abandono. Cuando los hijos se van buscando un futuro mejor, lo hacen porque intuyen que aquí les espera un futuro peor. No necesitan inventarse nada, ni exagerar, ni soñar mundos imposibles. Basta con mirar los rostros que les rodean y escuchar los latidos de la propia pobreza.
Tamaulipas se ha convertido en una palabra dolorosa, pero el dolor no tienen allí su raíz. Sus raíces se expanden por todo el continente, como las raíces insaciables de un sauce llorón, como los ojos de la abuelita de Elvia, hidrópicos y ansiosos por ver lo que nunca podrán ver.
El drama de Tamaulipas es el reflejo extremo de nuestro propio drama, del mucho camino que aún queda por andar para que la patria ecuatoriana sea realmente de todos. Ni siquiera hay que irse tan lejos… Cuando percibo el espanto de una crónica roja interminable, me acuerdo de las palabras de don Francisco de Quevedo: “El hombre que teme, no vive”. ¿Cómo construir un mundo justo, incluyente, solidario, una patria grande, libre y feliz, si estamos dominados por el miedo?
Los espacios del horror fácilmente se reproducen en el corazón y en cualquier esquina de la patria, cuando se pierde el temor de Dios, el horizonte ético, la compasión y la ternura capaz de humanizarnos. Tamaulipas (y todos nuestros horrores domésticos) no son más que la expresión de nuestros fracasos, de nuestro desentendimiento y falta de compromiso con la propia vida y con la propia fe.
En la oración de la mañana me he sorprendido a mí mismo pensando en algo por lo demás evidente: el miedo sólo se pierde y la esperanza se alimenta a golpe de amor y de justicia.