Hace un año, para escribir un editorial, yo preguntaba a los extranjeros y nacionales en Montañita los cambios positivos que anhelaban para el mundo en el 2010. “Que todo el mundo plante un árbol; que el Ecuador no se convierta en una dictadura; que se concreten los esfuerzos para reducir las emisiones de gas ‘”, fueron algunas de las esperanzas que reporté.
Nos arriesgamos a una depresión si nos ponemos a evaluar los goles que se cumplieron. Por supuesto sabíamos que muchas de esas ambiciones eran irrealizables, pero ni siquiera se cumplieron versiones minúsculas de estas. Existe una gran tentación de describir nuestra situación con el tema del mítico film de Mathieu Kassovitz ‘El Odio’, estamos en una constante caída, tranquilos mientras nos desplomamos, hasta que el cemento nos frene.
En términos ecológicos, el 2010 fue de gran chuchaqui por la debacle de Copenhague. Los países y los organismos no supieron como retomar la lucha; y, salvo algunas iniciativas muy pequeñas en relación al calibre del problema, se perdió otro año.
En el 2010 se vio que no serán los responsables de la crisis financiera del 2008 quienes pagarán los platos rotos. Los estados los pusieron a salvo con planes de rescate, y ahora, son los ciudadanos quienes deberán perder gasto público y pagar más impuestos para salvar a los estados agonizantes. En contraste, retornaron las ganancias astronómicas de los bancos de inversión.
Este año China nos mostró su peor imperialismo, al intentar sabotear la concurrencia de los delegados de los países a la premiación del Nobel de la Paz. Además intentó crear su propia versión del premio, cosa que ya había sido intentada por los regímenes nacional-socialista y soviético.
Fue el año que Haití recordará por el terremoto y el cólera; el año de la llamada “guerra monetaria” en donde los países se enfrascaron en una carrera de depreciación de moneda; el año donde BP causó el estrago ecológico más importante de la historia de los Estados Unidos sin que se plantease seriamente su desmantelamiento; otro año en donde la base de Guantánamo sigue sin cerrarse, etc.
¡Qué tentación describir nuestro momento como una gran caída! Pero el discurso de nuestra caída es tan viejo como el tiempo. Daniel Cohen cita la inscripción de una vasija de la civilización mesopotámica que prevé un futuro desolador por la sucesiva degradación de las generaciones. Sin embargo, miles de años después aquí estamos; algunos dirían, que incluso mejor que nunca.
Probablemente sea mi optimismo juvenil, pero prefiero describir nuestro devenir no como un constante hundimiento sino como la sucesiva llegada de posibilidades de enmendar y progresar. Así, mañana tenemos una nueva oportunidad: el 2011.