En las marchas populares en Quito, Guayaquil y otras ciudades, se percibe que en el escenario político nacional están actuando y confrontando dos sectores que en anteriores pocas veces han protagonizado esta situación. Se trata de una sui géneris polarización: el poder instalado y su movimiento copando todas las instancias del poder y al frente un activo conglomerado social y político con una sola arma que la administra con habilidad y que tiene la virtudes de generar miedo a cualquier Gobierno: las calles y la movilización de diferentes sectores sociales aunados en el ritual de la protesta o la resistencia.
De confirmarse este escenario, en el Ecuador de la segunda década del siglo XXI, es necesario formular una pregunta y expresar una grave preocupación. ¿Dónde está el centro político que medie, amortice y concilie? ¿Hasta qué punto, sino se desarrolla el centro -indispensable en un régimen presidencial por sus características concentradoras- de manera silvestre se tendería a un modelo fascista que no tendría repararos en reprimir toda protesta en las calles y las plazas de la República?
En estas condiciones, el Régimen, para guardar las apariencias, requiere de un centro inocuo que participe y no cause daño. Una especie de sparring que sirve para el entrenamiento de los grandes campeones de box. Pueden ser varios personajes que ocupen este vacío, pues el Ecuador carece de la más mínima posibilidad de acuerdos o pactos. No está en el núcleo de su cultura democrática; para el efecto, valga recordar que en Guayaquil las dos principales fuerzas políticas y sus líderes, en la última elección prefirieron perder la Prefectura del Guayas, antes que rebajarse a concretar una estrategia común. Tan irrisoria es la situación en esta región -la mayor plaza electoral del país- que el último esfuerzo de concertación política fue el “pacto de la regalada gana”.
El problema de esta extraña situación es que el enfrentamiento del Gobierno con los movimientos de izquierda puede acentuarse; ya que, ante la ausencia de un centro solvente, sectores de la derecha o del centro optarán, por seguridad empresarial, adherirse con el Régimen. Una suerte de mal menor que solo exige aceptar una especie de capitalismo de Estado y no alterar la detentación del poder, encarnada en la reelección indefinida.
Pueden existir varios ejemplos históricos de la importancia del centro político y no haberlo ejercido cuando la coyuntura histórica lo demandaba; pero por cercanía histórica y geográfica, la reflexión recae en el derrocamiento de Salvador Allende. El Partido Comunista aceptaba un acuerdo con la Democracia Cristiana para asegurar la gobernabilidad pero fracasaron. El infantilismo del Partido Socialista de ese entonces y la algarabía violenta del MIR lo impidieron. Cualquier otra explicación hay que buscarla en los escombros del Palacio de la Moneda del 11 de Septiembre de 1973.